27 mayo 2005

Diccionario de ideas recibidas: Silencio

Definición: Término usado por escritores y, en especial, poetas para justificar su absoluta falta de talento. Se utiliza en frases como “mi poesía es un proceso de despojamiento paulatino, porque la verdad culmina en el silencio” o “mi obra trata de expresar lo inexpresable –sí, los más cursis dirán lo inefable- y conduce irremediablemente al silencio”.

Consejo: Si un escritor es incapaz de expresarse conviene que se dedique a alguno de los múltiples oficios que ofrece la sociedad actual, aunque se recomienda encarecidamente el de informático. En los ratos libres deberá ejercitarse en el noble arte de la redacción escolar. Sólo estará en condiciones de escribir cuando compruebe que dice lo que quería expresar.

Lecturas prohibidas: las Obras completas de Nietzsche; el Tractatus de Wittgenstein; toda la poesía posterior al Romanticismo (hay excepciones, pero son escasas y conviene no perder el tiempo).

Lecturas recomendadas: una docena de sonetos de Quevedo; Luz de agosto, de William Faulkner; Pedro Páramo, de Juan Rulfo.

Comentario: ¡Cállese, por Dios!

26 mayo 2005

Comienzos memorables (3)

“Corría el verano de 1998 cuando mi vecino Coleman Silk, quien, antes de retirarse dos años atrás, fue profesor de lenguas clásicas en la cercana Universidad de Athena durante veintitantos años y, a lo largo de dieciséis de ellos, actuó también como decano de la facultad, me dijo confidencialmente que, a los setenta y un años de edad, tenía relaciones sexuales con una mujer de la limpieza que contaba treinta y cuatro y trabajaba en la universidad. Dos veces a la semana la mujer limpiaba también la oficina de correos rural, una pequeña cabaña de grises tablas de chilla que evocaba el refugio de una familia okie, como se conoce a los trabajadores agrícolas migratorios, procedente de la región seca del sudoeste, allá por los años treinta y que, solitaria y con aspecto de abandono frente a la gasolinera y la única tienda del pueblo, exhibe la bandera norteamericana en el cruce de las dos carreteras que constituye el centro comercial de esta localidad en la ladera de una montaña.”

Philip Roth, La mancha humana (2000). Traducción de Jordi Fibla

25 mayo 2005

Vuelva a los clásicos

La noche de 9 al 10 de abril de 1992 el redactor jefe de cierre del diario El País decidió que el resultado de las elecciones británicas estaba claro: habían ganado los laboristas. Eran las dos de la mañana. Confeccionó el titular y el texto para la primera página y se fue a casa. Al día siguiente descubrió que el vencedor era el conservador John Major y que El País había sido probablemente el único periódico del mundo que se había equivocado. “Estoy acabado como periodista”, ha contado que se dijo a sí mismo.

Sin embargo, el Grupo fue generoso. Primero lo nombró director editorial de Alfaguara y posteriormente director de Comunicación de Santillana, y siempre hombre orquesta de los grupos Prisa y Santillana. Hasta el próximo martes. Porque al día siguiente, miércoles 1 de junio, se reincorporará al periódico como adjunto al director y con despacho propio.

Durante estos años ha sido pieza fundamental en el liderazgo intelectual de Prisa, que en el fondo constituye la clave sobre la que se apoya el éxito empresarial y la influencia social y política del Grupo. Hijo de camionero y analfabeta, hiperactivo –ayer mismo participó en tres actos públicos- y caótico, acusado de pelotas oficial de Juan Luis Cebrián por la redacción de El País, el periodista fracasado ha sido el responsable de atraer y pastorear a los Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Pérez Reverte, Javier Marías y tantos otros que son mucho más que meros adornos, porque el Grupo fue el primero en descubrir que en la sociedad de la información la cultura es uno de los negocios más rentables.

¿Qué ha pasado? Eso, justamente: el fracaso de María Luisa Blanco al frente de Babelia, el suplemento cultural del periódico; el caso Echeverría; la incapacidad del director adjunto Lluís Bassets para conectar con el mundo de la cultura; la aparición del nuevo suplemento cultural del diario ABC, a cuya frente está alguien con un perfil profesional y personal muy parecido al del periodista fracasado; y, en definitiva, el temor a que se resquebraje el entramado sobre el que se asienta el Grupo. En tiempos de turbación, vuelva a los clásicos.

Por cierto, nuestro clásico se llama Juan Cruz.

22 mayo 2005

Malditos de opereta

Aparece un libro sobre Eduardo Haro Ibars (E. H. I., los pasos del caído, de J. Benito Fernández, ed. Anagrama), poeta, hijo del periodista Eduardo Haro Tecglen y muchas cosas más, pero sobre todo vividor maldito del underground español.

Murió de sida en 1988, tras haber derrochado talento y mala leche entre familiares y amigos. Eduardito había pasado la infancia y juventud en el fascinante Tánger de los años 50 y 60, donde su padre dirigía el diario España y por donde recalaban en busca de carne fresca William Burroughs, Truman Capote y el matrimonio Bowles. Se trasladó después al Madrid del ocaso franquista, y en ese ambiente opresivo pero benevolente con los cachorros más listos de la clase media ilustrada decidió ir a la contra porque se sentía hastiado de su tiempo y superior a los demás.

Demasiado fácil. Su caso es semejante al de muchos otros, que bendecidos por la comodidad familiar, la inteligencia y el encanto personal se dedicaron a jugar al malditismo hasta que el propio juego los arrastró por un camino sin retorno. Le ha ocurrido a Leopoldo María Panero, que no por casualidad ha tenido el mismo biógrafo y que en la película El desencanto ponía precisamente como ejemplo de maldito de buena familia a Eduardo Haro. Alberto Cardín, quizá el tipo de más talento que circuló por la España de los años 70 y 80, lo explicó una vez: “Hay que saber morirse a tiempo”.

De acuerdo, pero no basta. El último gran maldito fue Rimbaud, que abandonó a Verlaine y la poesía para dedicarse al tráfico de armas, el contrabando y la explotación sexual en África, y que destruyó su vida a conciencia porque se sabía un canalla que nada bueno podía esperar de sí mismo. Los malditos de opereta, que se suceden desde entonces, pretenden demostrar algo muy diferente: que nada hay más lamentable que su propia desaparición. Que lo disfruten.

13 mayo 2005

Comienzos memorables (2)

“En enero de 1984 me llegó de S. la noticia de que Paul Bereyter, que fuera mi maestro en la escuela primaria, había puesto fin a su vida en la noche del 30 de diciembre, es decir, una semana después de cumplir los setenta y cuatro años, tendiéndose en la vía del tren a las afueras de S., allí donde la línea férrea sale del bosquecillo de sauces describiendo una gran curva para ganar el campo abierto. El artículo necrológico publicado en la gaceta local, titulado “Duelo por un conciudadano querido”, que me habían adjuntado a la misiva, no hacía alusión alguna al hecho de que Paul Bereyter se hubiera quitado la vida por decisión propia u obedeciendo a un impulso autodestructivo irrefrenable, y no hablaba más que de los méritos del malogrado maestro de escuela, de las atenciones que prodigaba a sus alumnos, muy por encima de lo que era su obligación, de su amor por la música, de su rica fantasía y de otras cosas por el estilo. En un lacónico comentario, el artículo decía también que el Tercer Reich había privado a Paul Bereyter del ejercicio de su profesión de maestro. Esta constatación, tan fría y tan seca, junto con la forma trágica de su muerte, fueron la causa de que en el curso de los años siguientes me ocupara mentalmente cada vez más a menudo de Paul Bereyter, hasta que al final me propuse rastrear su historia, para mí desconocida, más allá de mis propios y muy entrañables recuerdos que guardaba de él.”

W. G. Sebald, Paul Bereyter (1993). Traducción de Teresa Ruiz Rosas

12 mayo 2005

El rapto de las Ideas (parábola infantil)

Se cuenta que los Balbuceos vivían desde hacía siglos en el valle y las Ideas en lo alto de la montaña. No se conocían, y sólo en raras ocasiones se habían visto a lo lejos. Un observador todopoderoso e imparcial describiría a los Balbuceos como brutales, zafios y decididos y a las Ideas como fanáticas, refinadas y pusilánimes. Los Balbuceos se sentían profundamente desgraciados porque se sabían torpes para afrontar empresas que los llevaran más allá del angosto valle. Pese a su altanería, las Ideas tampoco se sentían felices, porque eran incapaces de vivir fuera de la colina, aisladas del mundo y sometidas a fuertes vientos. Las leyendas que circulaban acerca de unos y otras insistían en la vieja maldición de que cualquier contacto entre sí significaría el fin de ambos pueblos.

Resulta difícil encontrar la auténtica razón, pero parece que tras una noche de desasosiego y de terror ante el destino los Balbuceos subieron a lo alto de la montaña, atacaron a las Ideas y raptaron a las mujeres jóvenes. Nada se supo de ellas durante algunos años. Hasta que un día un grupo de Ideas se armó de valor y descendió al valle para, con la destreza de que sólo ellas eran capaces, recuperar a las mujeres. Se encontraron con que las jóvenes habían dejado ya de serlo y no querían regresar a la cumbre. Se habían mezclado con los Balbuceos, y por la colina correteaban multitud de niños a los que los llamaban Palabras. Parecían felices.

11 mayo 2005

Preguntas tóxicas (2)

¿Cuál es el nombre de la persona que Jesús de Polanco, presidente del Grupo Prisa, presentó ayer a varios invitados a la entrega de los premios Ortega y Gasset de periodismo como "el mejor director de suplementos culturales de España"?

Aclaración innecesaria: no se llama Marisa Blanco, actual responsable de Babelia, suplemento cultural del diario El País.

Caminos paralelos

1. “François Truffaut: Precisamente las escenas que prefiero [de Vértigo] son aquellas en las que James Stewart lleva a Judy a la modista para comprarle un traje idéntico al que llevaba Madeleine, el cuidado con el que él le elige los zapatos, como un maniático...

Alfred Hitchcock: Es la situación fundamental de la película. Todos los esfuerzos de James Stewart para recrear a la mujer, cinematográficamente son presentados como si intentara desnudarla en lugar de vestirla. Y la escena que más me interesa es cuando la muchacha vuelve después de haberse teñido de rubia. James Stewart no está completamente satisfecho, porque no se ha peinado el cabello formando un moño. ¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que está casi desnuda ante él, pero se niega a quitarse la braguita. Entonces James Stewart se muestra suplicante y ella dice: “Está bien, de acuerdo”, y vuelve al cuarto de baño. James Stewart espera. Espera que ella vuelva desnuda esta vez, dispuesta para el amor.”

François Truffaut, El cine según Hitchcock (1966)



2. “Escribir una novela es una ceremonia parecida al strip-tease. Como la muchacha que, bajo impúdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos, el novelista desnuda también su intimidad en público a través de sus novelas. Pero, claro, hay diferencias. [...] En un strip-tease la muchacha está al principio vestida y al final desnuda. La trayectoria es inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido. Las experiencias personales (vividas, soñadas, oídas, leídas) que fueron el estímulo primero para escribir la historia quedan tan maliciosamente disfrazadas durante el proceso de la creación que, cuando la novela está terminada, nadie, a menudo ni el propio novelista, puede escuchar con facilidad ese corazón autobiográfico que fatalmente late en toda ficción. Escribir una novela es un strip-tease invertido y todos los novelistas son parabólicos (en algunos casos explícitos) exhibicionistas.”

Mario Vargas Llosa, Historia secreta de una novela (1971)

10 mayo 2005

Diario de un adolescente

El periodista polaco Ryszard Kapuściński (Pińsk, 1932) ha descrito el ocaso de la Etiopía de Haile Sellasie en El emperador, el de la Unión Soviética en El Imperio y la permanente catástrofe de África en Ébano. Son crónicas que entrelazan la gran historia con las historias de las pobres gentes. Son obras maestras.

En España han comenzado a aparecer sus cuadernos de notas a los que llama, de forma un tanto extravagante, “lapidarium”. Porque el término no se refiere aquí a lápidas, ni a museos de epigrafía, ni siquiera a libros dedicados a los minerales, sino –dice- al lugar donde se depositan fragmentos de estatuas y de edificaciones con los que no se sabe qué hacer. Será en Polonia.

En Lapidarium IV se amontonan, en efecto, recuerdos de viajes, reflexiones de medio pelo, citas de libros y periódicos, comentarios bondadosos, así como mala, mucha mala literatura: “Por la mañana, las delgadas y desnudas ramas de los árboles barren un cielo gris, inmóvil, plomizo. Sombrío pinta el día”. Los cuadernos de notas del corresponsal avezado pueden ser como el diario de cualquier adolescente.

Sólo que, de vez en cuando, surge el gran periodista y en apenas veinte líneas traza un perfil soberbio del candidato Gerhard Schröder, elegante, maquillado de manera discreta y con una fuerza biológica interior indómita que no acepta más órdenes que las de los fotógrafos y los cámaras de televisión: “Incluso parecía un poco decepcionado –concluye- cuando se apagaron los focos y los flashes, y cuando los operadores, después de guardar sus cámaras de filmar y de hacer fotos, se habían marchado a toda prisa.”

Kapuściński rinde tributo a la poética del fragmento, porque –afirma Octavio Paz en la cita con la que se abre el libro- constituye la forma que mejor refleja la realidad en movimiento que vivimos. Cabe otra posibilidad: que se haya convertido en confesión involuntaria de la incapacidad para elaborar discursos sostenidos y potentes.

Lapidarium IV es también testimonio de lo que va de ayer a hoy. Kapuściński redactó sus notas entre 1997 y 1999, y apenas seis años después parecen escritas en un mundo lejano y exótico: el de los incoherentes, deshilvanados y felices años noventa del pasado siglo.

Comienzos memorables (1)

“Era el final de una de esas tardes lluviosas, cuando la sección de juguetes de Wollworth, en la Quinta Avenida, está colmada de mujeres de quienes uno sospecha que fueron sorprendidas cometiendo adulterio y que ahora van a comprar un regalo para llevar al hijo menor. Esa tarde estaban allí ocho o diez de esas mujeres –vivaces, vibrantes y bien vestidas-, con el aire dolorido de mujeres de las que poco antes abusó un rufián en el cuarto de un hotel, y que ahora vuelven a casa y al afecto de su tierno hijo. Charlie Mallory, que salía de la sección de ferretería, donde había comprado un destornillador, fue quien llegó a esta conclusión. No estaba pensando en términos morales; concibió esa fórmula general sobre todo para conferir un poco de sentido y de color a la lasitud de una tarde lluviosa. En su oficina el día pasaba lentamente. Después del almuerzo se había dedicado a reparar un archivador. De ahí el destornillador. Después de formular su conjetura, examinó con más atención los rostros de las mujeres y le pareció que hasta cierto punto se confirmaba su fantasía. ¿Qué si no los regodeos y las angustias del adulterio podían originar en ellas una expresión tan espiritual y llorosa? ¿Por qué suspiraban tan hondo mientras manipulaban los juegos de la inocencia? Una de las mujeres llevaba un abrigo de piel parecido a uno que él había comprado a su esposa Mathilda en Navidad. Prestó más atención, y vio que no sólo era el abrigo de Mathilda, sino la propia Mathilda.”

John Cheever, La geometría del amor (1973). Traducción de Aníbal Leal

09 mayo 2005

La madre de Sócrates

El viejo filósofo publica un nuevo libro. Se titula El mito de la felicidad, y resulta fácil prever lo que ocurrirá: se venderán varias ediciones, el autor será invitado a pronunciar incontables conferencias y ningún suplemento, revista cultural ni crítico de renombre se ocupará de él.

Sucede así desde hace muchos años, y en el fondo no resulta extraño. Porque, ¿qué le parecería si alguien le dijera que el valor intrínseco de la ópera es prácticamente nulo, ya que el atletismo vocal de un divo tiene la misma importancia que el atletismo muscular de un levantador de pesas? ¿Y si añadiera que la cultura selecta es el opio del pueblo? ¿O que no hay libertad de opinión, sino de expresión? ¿O que la ciencia no es cultura? Lo desconcertante es que estas frases sueltas no proceden de titulares periodísticos, sino de uno de los sistemas filosóficos más innovadores y potentes que se construyen en la actualidad.

Alguien ha descrito así al viejo filósofo: posee profundos y enciclopédicos conocimientos; trenza con hilos diferentes y en apariencia inconexos un razonamiento impecable donde al final todo encaja; y, sobre todo, ve cualquier cosa de manera distinta a los demás.

Desde que en 1970 apareciera El papel de la filosofía en el conjunto del saber, ha abordado los más diversos campos de la filosofía: la ontología en los Ensayos materialistas; la filosofía de la religión en El animal divino; la filosofía política en el Primer ensayo sobre las categorías de las ‘Ciencias Políticas’, en el Panfleto contra la democracia realmente existente, en El mito de la izquierda y en La vuelta a la caverna; la teoría de la ciencia en los cinco de los quince volúmenes previstos de la Teoría del cierre categorial; la filosofía moral en El sentido de la vida; la filosofía de la cultura en El mito de la cultura; y la filosofía de la historia en España frente a Europa. Son sólo algunos ejemplos.

El viejo filósofo no da facilidades, y pese a ello algún libro va ya por la séptima edición. Es conveniente comenzar por el opúsculo ¿Qué es la filosofía?, en cuyas algo más de cien páginas todavía resuena el origen: la magistral conferencia que pronunció en el congreso de filosofía celebrado en Granada en 1995. Añádase la monografía ¿Qué es la ciencia?, y el lector estará en condiciones de abordar las obras mayores.

El viejo filósofo lo recuerda a menudo: la madre de Sócrates fue partera, así que la fundación que lleva su nombre ocupa en Oviedo una antigua maternidad. El viejo filósofo ya ha cumplido los 80 años y se llama Gustavo Bueno. Si no quiere perder el tiempo con el discurso parasitario que domina nuestra época y del que abominaba George Steiner, léalo cuanto antes.

Poética de la tontería (1)

“Quienes aman Nueva York se odian un poco a sí mismos.”

Ray Loriga en City University of New York, según El Mundo (8.05.2005)

06 mayo 2005

Preguntas tóxicas (1)

¿Cuándo aprenderá Javier Cercas a mostrar y no sólo a narrar?

"(...) Gracias a un conocido que le franqueó la entrada a la embajada norteamericana en Saigón telefoneó por vez primera a sus padres y les comunicó que no iba a volver a casa. Había resuelto reengancharse en el ejército. Tal vez porque comprendieron de inmediato que la decisión era irrevocable, los padres de Rodney ni siquiera trataron de que la reconsiderara, sino sólo de entenderla. No lo consiguieron. Sin embargo, después de una conversación tan larga como entrecortada de súplicas y de sollozos, acabaron aferrándose a la precaria esperanza de que su hijo no había perdido la razón, sino que simplemente la guerra lo había convertido en otro, ya no era el mismo muchacho que ellos habían engendrado y criado y por eso ya no podía imaginarse a sí mismo de vuelta en casa como si nada hubiera ocurrido, porque la sola perspectiva de reintegrarse a su vida de estudiante (prolongándola en un doctorado, como en un principio había previsto) o la de buscar un trabajo en una escuela secundaria o, más aún, la de recuperar durante una larga temporada de reposo la placidez provinciana de Rantoul, ahora le parecía ridícula o imposible, y lo abrumaba con un pánico que no alcanzaban a entender."

La velocidad de la luz, páginas 123-124.

05 mayo 2005

Libros de viajes

Las Apuntaciones sueltas de Inglaterra constituyen una obra maestra de los libros de viajes. Las escribió en el siglo XVIII un ilustrado tímido y putañero que amaba el teatro y el chocolate caliente.

Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) estuvo en Inglaterra entre septiembre de 1792 y agosto de 1793. Se instaló en Londres, viajó a Southampton, Greenwich y Richmond, y tomó notas de cuanto vio y leyó para construir una crónica magistral de la vida inglesa de aquel tiempo. Probó así el extraño diagnóstico que treinta años antes había hecho Rousseau en el Emilio: los españoles son los únicos europeos que sacan observaciones útiles de los viajes, pues estudian en silencio “el gobierno, las costumbres y la policía” del país que visitan.

A Moratín le interesa todo. Tanto los enormes pies de las inglesas como los banquetes públicos de partidarios y detractores del Gobierno; las borracheras nocturnas del Príncipe de Gales y la libertad de religión; las trampas de los adúlteros y el comercio marítimo; el sistema de caridad pública y los encontronazos en la calle, porque “los ingleses van deprisa, sabiendo que la línea recta es la más corta”. Lo cuenta con claridad y elegancia y, como el buen corresponsal, mezcla la noticia, el reportaje y el análisis.

Examina Inglaterra con la distancia del viajero ilustrado y con España al fondo, pero no le asombra casi nada. Cuando ocurre, echa mano de la ironía. Tras ver pasear a obispos anglicanos acompañados de mujer y tres o cuatro hijos comenta: “No es la impotencia el defecto de los ministros del Señor”. Lo mismo sucede al advertir la obsesión por el dinero que atrapa a los ingleses y que llega hasta la tumba: “Los muertos que no tienen dinero, o gustan de hacer ejercicio, no van en coche, sino a caballo”.

Moratín crea vida allí donde muchos sólo habrían descrito tópicos. Como cuando detalla los veintiún trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan para servir el té a dos convidados en cualquier casa decente, y que comienzan con “una chimenea con lumbre” y terminan con “otra bandeja más pequeña, donde se ponen las tazas con té, las rebanadas de pan y el azúcar para servicio a los concurrentes”.

Había llegado a Inglaterra gracias a la ayuda económica que le otorgó graciosamente Godoy. Una nueva canonjía del favorito le permitirá trasladarse poco después a Italia, donde vivirá tres años y de donde saldrá con otra obra maestra de los libros de viajes y de la prosa en español, el Viaje a Italia.

Rousseau había escrito en el Emilio: tantos libros de viajes “nos hacen olvidar el libro del mundo”. Era arbitrario e injusto, como siempre.

03 mayo 2005

Genios, bufones, egocéntricos y arribistas

Hace tiempo que todo el mundo ha olvidado a la novelista, poeta y periodista Claire Goll (Nuremberg, 1891 – París, 1977). Sin embargo, durante los años 20 y 30 del pasado siglo ella y su marido, el poeta y dramaturgo Yvan Goll, formaron una de las parejas más célebres de las vanguardias europeas. Estuvieron en Zúrich en los orígenes del dadaísmo, y participaron de forma activa en el expresionismo y en el surrealismo. A los 85 años, Claire Goll publicó sus memorias, A la caza del viento, libre de ilusiones y con la mirada fría: “He conocido a grandes hombres, genios incluso [...]. El rasgo dominante en la mayoría de ellos era el fanatismo helado y la cerrazón”. Se llamaban Joyce, Malraux, Henry Miller, Chagall, Rilke...

Goll era sobrina de Max Scheler e hija de uno de los múltiples amantes de su madre, una judía alemana a la que odió toda su vida y a la que de niña intentó envenenar con matarratas. Había sido también una pelirroja de extraordinaria belleza que llevó una bulliciosa vida sentimental, pero que tuvo su primer orgasmo –confiesa- a los 76 años con un joven de 20 que además la maltrataba.

Su amigo George Grosz decía: “Mis dibujos son el resultado de mi odio”. Así dictó Claire Goll las memorias, porque no quería confundir valor literario con valor humano y porque “los artistas, a medida que alcanzan la gloria, pierden toda piedad y toda generosidad”. El políglota y egocéntrico Joyce era una momia disecada a la que sólo le importaba escribir y que explotaba a los dos secretarios -el propio Yvan y Samuel Beckett-, mientras la desgreñada Nora, su esposa, explicaba en la cocina: “Pobre James, nunca ha entendido a las mujeres”.

Henry Miller era un bufón siniestro, cínico y arribista, dispuesto a cualquier cosa para triunfar. Igual que Malraux, sólo que este no sabía en qué. Breton, consciente de sus limitaciones, había sustituido la elaboración de su obra por el control del trabajo ajeno. Y el riquísimo, tacaño y vanidoso Chagall se preguntaba tras perder a su mujer: “¿Qué dirá la historia del arte al contar que Virginia abandonó a Chagall por un fotógrafo?”.

Ni siquiera Rilke se salva. Fueron amantes en Múnich al terminar la primera guerra mundial, aunque hacía tiempo que ella estaba emparejada con Yvan. Rilke, cuenta Claire, era un esteta que sólo perdía la compostura cuando día tras día la página seguía en blanco. Era también tierno y frágil, pero estaba siempre pendiente de esculpir su propia estatua para la eternidad: “Arrodillado ante mí, seguía con un ojo puesto en sí mismo”.

Como buena actriz de reparto fracasada, Goll es una antimitómana que despedaza a las estrellas, pero que también hace agudas observaciones sobre los intelectuales -“creían desfilar para la eternidad, cuando su papel sólo concernía a la actualidad”- y sobre las vanguardias, víctimas del egocentrismo y de la ingenuidad.

En su vida hay un episodio tenebroso que contribuirá a desacreditarla de forma irrevocable: tras la muerte de Yvan en 1950, acusará a Paul Celan de haberlo plagiado. El escándalo duró más de diez años, y las crisis nerviosas que provocó en el poeta de origen rumano fueron para algunos la causa de que se tirara al Sena. Cuando Goll dicta las memorias ha pasado mucho tiempo de aquellas acusaciones infundadas y despacha el asunto con cinco palabras, pero no perdona y añade un nuevo cargo: Celan intentó violarla.

Los Goll se exiliaron en Nueva York al comenzar la segunda guerra mundial. Allí Claire observará cómo los artistas americanos se dan cuenta de que deben abandonar el mito del genio individual y organizar redes clientelares al modo de los europeos, porque el éxito intelectual –concluye- es consecuencia de un movimiento cultural que arrastra una cohorte de artistas sostenidos por editores, lectores, coleccionistas, marchantes, amistades y museos.

Cuando se fueron a Nueva York, los Goll eran una pareja célebre. Cuando regresaron a París en 1947, eran “dulces fantasmas de antes de la guerra”. La aventura había terminado, pero pasarán casi treinta años hasta ponerlo por escrito en este libro apasionante, cruel e implacable.

Ferlosio en Alcalá

La gente había entrado ya en el aula magna de la Universidad de Alcalá, a la espera de que llegaran los Reyes. El galardonado con el Premio Cervantes 2005, Rafael Sánchez Ferlosio, se apoyó en una de las columnas del Patio Trilingüe y se deslizó lentamente hasta acabar en cuclillas, exhausto por la tensión y por la hora que llevaba a la puerta del aula magna. Fue el único momento de debilidad que se permitió, pero supo hacerlo sólo a la vista de su familia y de algunos funcionarios del Ministerio de Cultura.

Ferlosio vestía de frac, y el cuello de la camisa era tan holgado que podía introducir cómodamente en él el mentón. Casi al principio de su discurso, citó a Walter Benjamin, y eso fue lo único que se le entendió: "Quien tiene carácter no tiene destino", dijo más o menos. Después divagó durante 40 minutos mientras los asistentes miraban la cara de sopor del Rey y la de atención perdida de Zapatero. Hubo también sonrisas cómplices entre amigos y estupor entre los periodistas encargados de seguir el acto. Al final, alguien se atrevió a comentar: "Este tipo sigue empeñado en que no le entendamos nada para demostrar lo inteligente que es". En fin, quiero decir que alguien tuvo que pensarlo, pero que nadie se arriesgó a decirlo en voz alta. Quienes después leyeron el discurso llegaron a parecida conclusión: "No está mal, pero se habría podido contar en 15 minutos y de forma mucho más clara", parece que dijo alguien en su casa.

Hubo otros muchos comentarios que tampoco se hicieron en voz alta. La policía detuvo durante unos minutos a un periodista por despreciar los controles de seguridad de la Zarzuela: "La ley sirve incluso para los periodistas de El País", debió de decir alguien, aunque no se le oyó a nadie.