18 diciembre 2005

Arrabales del 68

El viejo antropólogo Claude Lévi-Strauss aún vive, pero nadie lo sabe. También se han muerto el psicoanalista Jacques Lacan, el crítico literario Roland Barthes, los filósofos Louis Althusser, Michel Foucault y Gilles Deleuze, el politólogo Raymond Aron y, mucho antes, el todoterreno Jean Paul Sartre, de quien este año se ha cumplido el centenario de su nacimiento sin que nadie se haya interesado ni en su obra literaria ni ensayística. Vive Alain Robbe-Grillet, pero el nouveau roman está enterrado hace mucho. Son sólo algunos de los grandes nombres que la cultura francesa exportó en los últimos 60 años. Todos ellos yacen sumidos en el olvido y la indiferencia, al igual que el cine, el arte y la música de un país que se alimenta a sí mismo pero que es incapaz de interesar más allá de sus propias fronteras.

Queda Michel Houellebecq (isla de Reunión, 1958), ingeniero agrónomo que se ha convertido en la nueva pasión francesa con sólo cuatro novelas: Ampliación del campo de batalla (1994), Las partículas elementales (1998), Plataforma (2001) y la recentísima La posibilidad de una isla (2005), que él mismo tiene previsto adaptar al cine y dirigir. También gracias a un proceso judicial absurdo por las declaraciones sobre el islam que, en plena borrachera, hizo para la revista Lire, así como por sus supuestas dotes proféticas. Como las que mostró en Plataforma, en la que describió un atentado islamista en la costa tailandesa que según los hagiógrafos anticipó el que se produjo en la isla de Bali en 2002.

Los intelectuales franceses están divididos. Un clásico de la izquierda como el semanario Le Nouvel Observateur lo acaba de incluir entre los nuevos reaccionarios que fascinan y repelen a un tiempo, al igual que los historiadores Hélène Carrère d’Encausse y Pierre-André Taguieff, el lingüista lacaniano Jean-Claude Milner, el político Nicolas Sarkozy y los filósofos André Glucksmann y Alain Finkielkraut.

Las cosas no son tan sencillas. Finkielkraut se declara “houellebecquiano decepcionado”, pues considera que tras el adiós a la humanidad de Las partículas elementales todos los libros de Houellebecq están condenados a ser apenas un post-scriptum. En cambio, lo apoyan estandartes de la izquierda como el ex ministro Jack Lang, la psicoanalista Elisabeth Roudinesco, el escritor Philippe Sollers, la revista Inrockuptibles y, ya sin izquierda ni derecha, la actriz Juliette Binoche. A las bibliotecarias tampoco les importa la orientación política, pero compran poco sus libros porque sigue sin ganar el Premio Goncourt y describe a las cincuentonas como celulíticas insatisfechas y deseosas d’amour fou. Igual que nosotras, dicen.

Los franceses saben que es el único de sus escritores que interesa en el exterior, y él mismo se encarga de recordárselo: “He comprobado muchas veces –decía este verano- que los extranjeros siguen esperando algo de Francia en literatura a pesar de décadas de decepciones. Siento que mi respuesta no sea modesta, pero cada vez que me encuentro con lectores de esos países (...) no me hablan de Sartre y de Camus.” Vamos, me hablan de mí mismo.

Sí, los libros de Houellebecq se venden bien en el exterior, aunque mucho menos que los de escritores insignificantes como Bernard Werber, Marc Levy o Yasmina Reza. Ha sido traducido a 36 idiomas y las grandes ventas se producen sobre todo en Alemania, Holanda y Gran Bretaña.

En España se venden unos 50.000 ejemplares de cada título, Javier Marías y Alejandro Gándara lo desprecian y su nuevo editor se ponía cursi este verano ante la prensa francesa: Houellebecq –afirmaba- “se preocupa auténticamente de lo que es actual con elegancia, ternura, audacia y humor.”

En sus novelas hay actualidad y audacia, sin duda, pero ni elegancia, ni ternura, ni humor. Actualidad y audacia se dan la mano en su obra para ajustar cuentas con la generación del 68, esa que domina las élites occidentales desde hace 40 años y que tras la careta de una hipotética revolución tan sólo oculta, dice Houellebecq, ansias de dinero y poder. Los sesentayochistas ya no dan más de sí, sus valores están en quiebra, y pese a ello siguen aferrados a sus privilegios. En parte, porque han fagocitado a las generaciones posteriores. Houellebecq, hijo del 68, lo sabe bien.

Hasta aquí, la argumentación resulta impecable. Sólo que la saludable obra de demolición a la que se ha lanzado coincide casi punto por punto con los valores que ataca. Los narradores de sus novelas se rebelan contra el 68, pero a la postre los personajes son meros sesentayochistas quebrados que se sienten víctimas del mundo que construyeron sus padres y en el que están condenados a permanecer: necesitan desplazar a los viejos y no saben para qué ni en nombre de qué. Eso es todo. Bueno, sí, y además es tarde. Porque los cuarenta y los cincuenta ya no son edades para cambiar nada. Houellebecq no es un enterrador. Es un epígono que merodea por los arrabales de mayo del 68.

La suya es una prosa eficaz. Tiene talento narrativo, aunque acuda siempre al recurso fácil de la primera persona. Dosifica hábilmente la intriga y las historias que cuenta son lineales pero también sugerentes. Él mismo lo explica así: “Yo me inscribo en la tradición de los escritores franceses que plantean preguntas al mundo de hoy y que no reniegan de la narración balzaquiana.” Bien, digamos que plantea afirmaciones rotundas y que la estela de Balzac se limita a guiños como el de la Esther de La posibilidad de una isla, construida sobre el personaje homónimo de Esplendores y miserias de las cortesanas balzaquiana.

Porque en Houellebecq fallan, de nuevo, los personajes. No construye individuos, sino iconos. Los protagonistas citan a Kant, Schopenhauer y Nietszche, especulan acerca de los avances científicos y reflexionan, a veces de forma sagaz, sobre el mundo contemporáneo. Por su parte, los personajes secundarios son emblemas de una generación, de un grupo social o incluso del hombre o la mujer sin más. Y unos y otros son máquinas de sexo encargadas de reconfortar al lector.

Aquí está el más inaceptable de sus trucos y el que en gran parte explica el extraordinario éxito que ha alcanzado, pues Houellebecq escribe novelas porno para la clase media ilustrada. La desmesura hormonal de sus personajes nada tiene que ver con la de muchos de los de Philip Roth: en este sirve para construir individuos más complejos, en Houellebecq es una feria obscena que se agota en sí misma. La clase media instruida necesita justificarse para consumir porno, así que entre una improbable felación en una piscina pública y un ilusorio polvo con una quinceañera negra siempre habrá un par de citas filosóficas, una disertación científica o una aguda disquisición sociológica, según la secuencia que el novelista y cineasta Yann Moix describe así: “paja – mecánica cuántica – paja.”

Houellebecq es un muy aceptable escritor, y lo prueba La posibilidad de una isla, novela excelente y la mejor de todas las suyas. Pero está muy lejos de resultar ese genio que buscan desesperadamente las letras francesas para recobrar oropeles perdidos. Tendrán que seguir esperando.

06 diciembre 2005

Corripio

Esta es una historia de terror. El domingo 20 de noviembre el periódico El País sorprendió a los lectores con la noticia de que el Diccionario de ideas afines, de un tal Fernando Corripio y publicado por la editorial Herder, injuriaba a los homosexuales. La razón era que bajo esta voz se ofrecían sinónimos tales como “pervertido, vicioso, depravado, anormal, desviado, corrompido, degenerado, pedófilo y puto”, según denunciaba la asociación de gays y lesbianas Casal Lambda. El asunto resultaba especialmente grave, porque en 2004 apareció la octava reimpresión y ya se habían vendido entre 20.000 y 30.000 ejemplares. El atribulado director de la editorial, Raimund Herder, aseguró al enterarse que suspendía la distribución de la obra, tal como pedía el Casal Lambda, que la retiraba de las librerías y que buscaba al autor para que revisara por completo el texto. También andaba tras él la periodista que firmaba la información, pero no lo había encontrado.

Cuatro días más tarde, el periódico La Razón tituló: “Piden a Corripio, muerto en 1993, que cambie la acepción de ‘homosexual’ en su diccionario”. Añadía que, según datos de la Asociación Colegial de Escritores, Fernando Corripio nació en Madrid el 16 de diciembre de 1928, pasó tres años y medio en Buenos Aires, cursó estudios de filología y lexicografía, era oficial de la marina mercante y había fallecido a la edad de 65 años.

Casi una semana después el diario El País publicó sin firma la aclaración, que ahora está disponible para todo el mundo en Internet y no sólo para los suscriptores, como ocurre con la primera noticia: “El autor del diccionario ‘Corripio’ murió hace 12 años”, decía el titular.

Afirmaba alguien que el español es una lengua de primera con diccionarios de tercera. El marasmo de la lexicografía española ha sido tal que apenas el Tesoro de Sebastián de Covarrubias, cuya primera edición es de 1611, el Diccionario de autoridades de 1726, el Diccionario crítico etimológico de Corominas, publicado en 1980, y alguno más merecen consideración.

El Corripio es un diccionario de sinónimos escaso y vetusto, pero a pesar de ello todavía resulta el menos malo. En realidad, el autor publicó cuatro títulos diferentes que ocultan la misma obra con pequeñas variantes: el Diccionario de sinónimos y antónimos (Larousse), el Diccionario de ideas afines (Herder), el Diccionario práctico, sinónimos y antónimos (Spes) y el Gran diccionario de sinónimos. Voces afines e incorrecciones (Ediciones B).

La cadena de disparates en torno al cadáver de un lexicógrafo aficionado resulta estremecedora. Fernando Corripio fue siempre despreciado por los lingüistas profesionales, pero elaboró la obra que ellos, con subvenciones y becarios, han sido incapaces de preparar. Vendió miles de ejemplares porque sus libros son más útiles que los de universitarios y académicos, y resulta sorprendente que los desconozcan quienes viven a costa de las palabras.

Otros en cambio tienen gran fe en ellas. Las palabras inspiran temor a los agitadores del nuevo pensamiento reaccionario, pues mantienen la firme creencia de que quienes controlan el lenguaje pueden modificar la realidad a su antojo. Lo han aprendido de sus antepasados, aquellos que censuraban la blasfemia, los juramentos y los tacos –tomo los tres sinónimos del Corripio- en nombre de valores aparentemente opuestos. En parte tienen razón. Tiranos y censores han asesinado, ofendido y estrangulado la libertad, pero nunca consiguieron liquidar ni una sola palabra. En ellas está el último reducto de la libertad del individuo.

El Once

El barrio del Once es uno de los más desastrados de Buenos Aires. El mismo centro, en torno a la plaza Miserere, parece haber sido bombardeado con saña hace 50 años y dejado en el olvido, y los innumerables comercios que asaltan las aceras del barrio recuerdan más a la Chinatown neoyorquina o a una medina magrebí que a la ciudad del viento. El Once no aparece con razón en ningún recorrido ni guía turística, pero sí en la crónica más infame de nuestros días, porque en 1994 un ataque contra la Asociación Mutual Argentina Israelita causó 85 muertos. El Once es el barrio judío de Buenos Aires, y todavía llora a sus muertos porque aquella matanza sigue sin aclararse.

Entre tanto abandono, ha encontrado a un escritor que le construya su épica. Es la épica de la vida cotidiana, de la gente que se divierte, trabaja, lucha por sobrevivir, se enamora, se casa, se divorcia, tiene hijos y se la pega a su marido mientras el narrador se mantiene en permanente estado priápico. Es gente como la de cualquier otra ciudad y país, sólo que está formada casi en exclusiva por judíos que apenas salen del barrio.

El escritor ha sabido convertir el destartalado Once en un lugar mítico, como Borges, Cortázar o Marechal hicieron antes con la propia Buenos Aires. Y lo ha logrado porque sobre las ruinas, los edificios desvencijados y el tráfago de la avenida Pueyrredón circula la vitalidad de docenas de personajes que crecen en edad y chaladura con él.

El escritor se llama Marcelo Birmajer, nació en Buenos Aires en 1966, es casi desconocido en España y no demasiado en Argentina a pesar de que lleva publicadas más de una docena de obras y cientos de artículos. En España ha aparecido la novela Tres mosqueteros (Debate, 2001) y sobre todo los cautivadores cuentos agrupados en Historias de hombres casados (Suma de Letras), Nuevas historias de hombres casados (Alfaguara), que es sin duda el mejor, y Últimas historias de hombres casados (Seix Barral). El desparpajo, el talento para contar historias y el sentido del humor han levantado en el maltratado Once uno de los espacios narrativos más estimulantes de la literatura hispánica actual.

Poética de la tontería (2)

"Pensar está algo sobrevalorado."

Malcolm Gladwell, autor de la obra Inteligencia intuitiva (Taurus). Cobra 30.000 euros por sesión para explicar a directivos de grandes empresas cómo pensar ágilmente y sin tanta ortopedia racional (ABC, 4.12.2005).

04 diciembre 2005

Diccionario de ideas recibidas: Minoría

Definición: Dícese de aquella parte de la población que impone de forma despótica sus ideas a los demás con el pretexto de que se les debe respetar.

Sinónimos: Víctimas. Marginados.

Escolio: Suelen constituir una pequeña parte del total, casi nunca superior al 10%, pero la cantidad no es elemento decisivo. Aunque forman organizaciones difusas (Manuel Castells las llamaría redes), las minorías de más éxito han adaptado estrategias desarrolladas por los viejos partidos leninistas. Su auge es inseparable de la "cultura de la queja" y de la nueva ortodoxia.

Comentario: ¡Date por jodido!

Diccionario de ideas recibidas: Heterodoxo

Definición: Explicación innecesaria de sí mismo que hace todo individuo que desee pertenecer a la más pura ortodoxia, en especial si se dedica a alguna actividad cultural: “Yo soy un heterodoxo.”

Sinónimos: “Yo soy muy poco políticamente correcto”. “Soy un provocador”.

Escolio: La heterodoxia consiste en la inversión mecánica de aquello que se cree que fue ortodoxo en algún momento de la Historia. Está al alcance de cualquiera, es fácil de usar y no compromete a nada, pues basta con decirlo. Eso sí, tenga cuidado, porque si le lleva la contraria a un heterodoxo corre el riesgo de escandalizarlo.

Comentario: ¡No lo repita tanto, ya lo sabemos!

Zum Wohl!

El escritor y ensayista Félix de Azúa publicó el 10 de noviembre en El País un artículo en el que, bajo el delicioso título de “Sólo quiero lo mejor para ti”, afirmaba que la música de Arnold Schoenberg es pasto de especialistas y sigue sin interesar a la gente: “Juzgue lo que quiera el experto –añadía-, en el caso de la música (como en el del teatro) quien decide es el público porque la música es un espectáculo.” Antes de dar una voltereta hacia el proyecto de Estatuto de Cataluña, que era lo que le interesaba, formulaba la traducción política de su tesis: cuando la importancia de algo no la determinan quienes la financian y sufren, sino los expertos, estamos ante un rasgo típico de la tradición autoritaria europea.

El artículo de Azúa ha merecido dos enojadas cartas de repulsa de sendos compositores. La primera, elaborado ejemplo de analfabetismo funcional, jugaba tan sucio que sólo produce repugnancia: “El hecho de denominar Mesías a una persona que como Schönberg fue perseguido por los nazis por, entre otras cosas, ser de origen judío, me parece de un gusto, cuanto menos, torpe.”

La segunda, firmada por un compositor que enseña en Alemania, tildaba a Azúa de ignorante y de propagandista de ideas de supermercado, para aportar luego un suculento tratado de estética que se resumía en esta frase: “Todo arte exigente y excelente no es en principio para mayorías, siempre ha sido así.” Frase tan memorable se redondeaba con la afirmación de que las grandes masas (¿habrá masas pequeñas o tal vez de tamaño medio?) no aceptan al principio un arte de creación (los amantes de Schoenberg disfrutan con las redundancias, claro) comprometido y difícil como el de Mallarmé, Joyce y Mondrian, porque es una forma de transmisión del conocimiento y no sólo mera diversión o espectáculo.

Como aún soy mucho más ignorante que Azúa, nunca me he enterado de qué tipo de conocimientos transmite una sucesión de sonidos más o menos armónicos (lo siento, admiradores de Schoenberg, no se me ocurre otra palabra), ni tampoco que Mallarmé, Joyce y Mondrian sean hoy ávidamente leídos y admirados por las masas.

Y aún menos de que “siempre ha sido así”. Quizá todo el mundo sepa, pero no yo, que los griegos ignoraron olímpicamente a Homero, Sófocles y Aristófanes; que en la España del siglo XVII nadie oyó hablar de un tal Lope de Vega, nadie leyó el Quijote ni disfrutó con las maldades en verso y prosa de Quevedo; que, por la misma época, los teatros ingleses permanecían vacíos cada vez que programaban obras de un tal Shakespeare, lo mismo que ocurría en Francia con otro dramaturgo llamado Molière; que el siglo XVIII fue un desastre, porque nadie disfrutó con la música de Mozart y en Francia nadie se enteró de lo que escribían gentes como Rousseau o Voltaire, así que sus ideas apenas influyeron en la revolución de 1789; ¿y qué decir de Balzac, Stendhal y Flaubert casi un siglo más tarde? Nada, ignorados por todos, igual que Dickens en Gran Bretaña y Dostoiewski y Tolstoi en Rusia. ¿Y Wagner, a quien sólo un melómano como Luis II de Baviera le hizo caso?

Sin ir más lejos, en la España del XIX nadie oyó hablar de un tal Galdós y sólo la simpleza de Unamuno y Ortega –lo explicaba hace poco en el diario ABC ese faro de la inteligencia y el rigor llamado Eduardo Subirats- hizo que esos tipos fueran rápidamente conocidos. Igual que aquellos poetas de supermercado que tan bien supieron comercializar la mercancía bajo la etiqueta de Generación del 27. ¿Y Borges, un completo desconocido 20 años después de su muerte? ¿Y qué decir de un director de cine como Alfred Hitchcock, conocido sólo porque hacía películas de serie B?

Está todo tan claro que para qué seguir. ¡Benditas cartas a los periódicos, qué bien explican nuestra indigencia! Menos mal que esta vez las copas las pagan en Alemania. Prost!, o mejor dicho Zum Wohl!