Genios, bufones, egocéntricos y arribistas
Hace tiempo que todo el mundo ha olvidado a la novelista, poeta y periodista Claire Goll (Nuremberg, 1891 – París, 1977). Sin embargo, durante los años 20 y 30 del pasado siglo ella y su marido, el poeta y dramaturgo Yvan Goll, formaron una de las parejas más célebres de las vanguardias europeas. Estuvieron en Zúrich en los orígenes del dadaísmo, y participaron de forma activa en el expresionismo y en el surrealismo. A los 85 años, Claire Goll publicó sus memorias, A la caza del viento, libre de ilusiones y con la mirada fría: “He conocido a grandes hombres, genios incluso [...]. El rasgo dominante en la mayoría de ellos era el fanatismo helado y la cerrazón”. Se llamaban Joyce, Malraux, Henry Miller, Chagall, Rilke...
Goll era sobrina de Max Scheler e hija de uno de los múltiples amantes de su madre, una judía alemana a la que odió toda su vida y a la que de niña intentó envenenar con matarratas. Había sido también una pelirroja de extraordinaria belleza que llevó una bulliciosa vida sentimental, pero que tuvo su primer orgasmo –confiesa- a los 76 años con un joven de 20 que además la maltrataba.
Su amigo George Grosz decía: “Mis dibujos son el resultado de mi odio”. Así dictó Claire Goll las memorias, porque no quería confundir valor literario con valor humano y porque “los artistas, a medida que alcanzan la gloria, pierden toda piedad y toda generosidad”. El políglota y egocéntrico Joyce era una momia disecada a la que sólo le importaba escribir y que explotaba a los dos secretarios -el propio Yvan y Samuel Beckett-, mientras la desgreñada Nora, su esposa, explicaba en la cocina: “Pobre James, nunca ha entendido a las mujeres”.
Henry Miller era un bufón siniestro, cínico y arribista, dispuesto a cualquier cosa para triunfar. Igual que Malraux, sólo que este no sabía en qué. Breton, consciente de sus limitaciones, había sustituido la elaboración de su obra por el control del trabajo ajeno. Y el riquísimo, tacaño y vanidoso Chagall se preguntaba tras perder a su mujer: “¿Qué dirá la historia del arte al contar que Virginia abandonó a Chagall por un fotógrafo?”.
Ni siquiera Rilke se salva. Fueron amantes en Múnich al terminar la primera guerra mundial, aunque hacía tiempo que ella estaba emparejada con Yvan. Rilke, cuenta Claire, era un esteta que sólo perdía la compostura cuando día tras día la página seguía en blanco. Era también tierno y frágil, pero estaba siempre pendiente de esculpir su propia estatua para la eternidad: “Arrodillado ante mí, seguía con un ojo puesto en sí mismo”.
Como buena actriz de reparto fracasada, Goll es una antimitómana que despedaza a las estrellas, pero que también hace agudas observaciones sobre los intelectuales -“creían desfilar para la eternidad, cuando su papel sólo concernía a la actualidad”- y sobre las vanguardias, víctimas del egocentrismo y de la ingenuidad.
En su vida hay un episodio tenebroso que contribuirá a desacreditarla de forma irrevocable: tras la muerte de Yvan en 1950, acusará a Paul Celan de haberlo plagiado. El escándalo duró más de diez años, y las crisis nerviosas que provocó en el poeta de origen rumano fueron para algunos la causa de que se tirara al Sena. Cuando Goll dicta las memorias ha pasado mucho tiempo de aquellas acusaciones infundadas y despacha el asunto con cinco palabras, pero no perdona y añade un nuevo cargo: Celan intentó violarla.
Los Goll se exiliaron en Nueva York al comenzar la segunda guerra mundial. Allí Claire observará cómo los artistas americanos se dan cuenta de que deben abandonar el mito del genio individual y organizar redes clientelares al modo de los europeos, porque el éxito intelectual –concluye- es consecuencia de un movimiento cultural que arrastra una cohorte de artistas sostenidos por editores, lectores, coleccionistas, marchantes, amistades y museos.
Cuando se fueron a Nueva York, los Goll eran una pareja célebre. Cuando regresaron a París en 1947, eran “dulces fantasmas de antes de la guerra”. La aventura había terminado, pero pasarán casi treinta años hasta ponerlo por escrito en este libro apasionante, cruel e implacable.
Goll era sobrina de Max Scheler e hija de uno de los múltiples amantes de su madre, una judía alemana a la que odió toda su vida y a la que de niña intentó envenenar con matarratas. Había sido también una pelirroja de extraordinaria belleza que llevó una bulliciosa vida sentimental, pero que tuvo su primer orgasmo –confiesa- a los 76 años con un joven de 20 que además la maltrataba.
Su amigo George Grosz decía: “Mis dibujos son el resultado de mi odio”. Así dictó Claire Goll las memorias, porque no quería confundir valor literario con valor humano y porque “los artistas, a medida que alcanzan la gloria, pierden toda piedad y toda generosidad”. El políglota y egocéntrico Joyce era una momia disecada a la que sólo le importaba escribir y que explotaba a los dos secretarios -el propio Yvan y Samuel Beckett-, mientras la desgreñada Nora, su esposa, explicaba en la cocina: “Pobre James, nunca ha entendido a las mujeres”.
Henry Miller era un bufón siniestro, cínico y arribista, dispuesto a cualquier cosa para triunfar. Igual que Malraux, sólo que este no sabía en qué. Breton, consciente de sus limitaciones, había sustituido la elaboración de su obra por el control del trabajo ajeno. Y el riquísimo, tacaño y vanidoso Chagall se preguntaba tras perder a su mujer: “¿Qué dirá la historia del arte al contar que Virginia abandonó a Chagall por un fotógrafo?”.
Ni siquiera Rilke se salva. Fueron amantes en Múnich al terminar la primera guerra mundial, aunque hacía tiempo que ella estaba emparejada con Yvan. Rilke, cuenta Claire, era un esteta que sólo perdía la compostura cuando día tras día la página seguía en blanco. Era también tierno y frágil, pero estaba siempre pendiente de esculpir su propia estatua para la eternidad: “Arrodillado ante mí, seguía con un ojo puesto en sí mismo”.
Como buena actriz de reparto fracasada, Goll es una antimitómana que despedaza a las estrellas, pero que también hace agudas observaciones sobre los intelectuales -“creían desfilar para la eternidad, cuando su papel sólo concernía a la actualidad”- y sobre las vanguardias, víctimas del egocentrismo y de la ingenuidad.
En su vida hay un episodio tenebroso que contribuirá a desacreditarla de forma irrevocable: tras la muerte de Yvan en 1950, acusará a Paul Celan de haberlo plagiado. El escándalo duró más de diez años, y las crisis nerviosas que provocó en el poeta de origen rumano fueron para algunos la causa de que se tirara al Sena. Cuando Goll dicta las memorias ha pasado mucho tiempo de aquellas acusaciones infundadas y despacha el asunto con cinco palabras, pero no perdona y añade un nuevo cargo: Celan intentó violarla.
Los Goll se exiliaron en Nueva York al comenzar la segunda guerra mundial. Allí Claire observará cómo los artistas americanos se dan cuenta de que deben abandonar el mito del genio individual y organizar redes clientelares al modo de los europeos, porque el éxito intelectual –concluye- es consecuencia de un movimiento cultural que arrastra una cohorte de artistas sostenidos por editores, lectores, coleccionistas, marchantes, amistades y museos.
Cuando se fueron a Nueva York, los Goll eran una pareja célebre. Cuando regresaron a París en 1947, eran “dulces fantasmas de antes de la guerra”. La aventura había terminado, pero pasarán casi treinta años hasta ponerlo por escrito en este libro apasionante, cruel e implacable.
1 Comments:
Estupendo artículo. Me ha encantado. Entre tanta tontería como hay en los blogs, es refrescante encontrar una cosa como esta.
Felicidades
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