Libros de viajes
Las Apuntaciones sueltas de Inglaterra constituyen una obra maestra de los libros de viajes. Las escribió en el siglo XVIII un ilustrado tímido y putañero que amaba el teatro y el chocolate caliente.
Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) estuvo en Inglaterra entre septiembre de 1792 y agosto de 1793. Se instaló en Londres, viajó a Southampton, Greenwich y Richmond, y tomó notas de cuanto vio y leyó para construir una crónica magistral de la vida inglesa de aquel tiempo. Probó así el extraño diagnóstico que treinta años antes había hecho Rousseau en el Emilio: los españoles son los únicos europeos que sacan observaciones útiles de los viajes, pues estudian en silencio “el gobierno, las costumbres y la policía” del país que visitan.
A Moratín le interesa todo. Tanto los enormes pies de las inglesas como los banquetes públicos de partidarios y detractores del Gobierno; las borracheras nocturnas del Príncipe de Gales y la libertad de religión; las trampas de los adúlteros y el comercio marítimo; el sistema de caridad pública y los encontronazos en la calle, porque “los ingleses van deprisa, sabiendo que la línea recta es la más corta”. Lo cuenta con claridad y elegancia y, como el buen corresponsal, mezcla la noticia, el reportaje y el análisis.
Examina Inglaterra con la distancia del viajero ilustrado y con España al fondo, pero no le asombra casi nada. Cuando ocurre, echa mano de la ironía. Tras ver pasear a obispos anglicanos acompañados de mujer y tres o cuatro hijos comenta: “No es la impotencia el defecto de los ministros del Señor”. Lo mismo sucede al advertir la obsesión por el dinero que atrapa a los ingleses y que llega hasta la tumba: “Los muertos que no tienen dinero, o gustan de hacer ejercicio, no van en coche, sino a caballo”.
Moratín crea vida allí donde muchos sólo habrían descrito tópicos. Como cuando detalla los veintiún trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan para servir el té a dos convidados en cualquier casa decente, y que comienzan con “una chimenea con lumbre” y terminan con “otra bandeja más pequeña, donde se ponen las tazas con té, las rebanadas de pan y el azúcar para servicio a los concurrentes”.
Había llegado a Inglaterra gracias a la ayuda económica que le otorgó graciosamente Godoy. Una nueva canonjía del favorito le permitirá trasladarse poco después a Italia, donde vivirá tres años y de donde saldrá con otra obra maestra de los libros de viajes y de la prosa en español, el Viaje a Italia.
Rousseau había escrito en el Emilio: tantos libros de viajes “nos hacen olvidar el libro del mundo”. Era arbitrario e injusto, como siempre.
Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) estuvo en Inglaterra entre septiembre de 1792 y agosto de 1793. Se instaló en Londres, viajó a Southampton, Greenwich y Richmond, y tomó notas de cuanto vio y leyó para construir una crónica magistral de la vida inglesa de aquel tiempo. Probó así el extraño diagnóstico que treinta años antes había hecho Rousseau en el Emilio: los españoles son los únicos europeos que sacan observaciones útiles de los viajes, pues estudian en silencio “el gobierno, las costumbres y la policía” del país que visitan.
A Moratín le interesa todo. Tanto los enormes pies de las inglesas como los banquetes públicos de partidarios y detractores del Gobierno; las borracheras nocturnas del Príncipe de Gales y la libertad de religión; las trampas de los adúlteros y el comercio marítimo; el sistema de caridad pública y los encontronazos en la calle, porque “los ingleses van deprisa, sabiendo que la línea recta es la más corta”. Lo cuenta con claridad y elegancia y, como el buen corresponsal, mezcla la noticia, el reportaje y el análisis.
Examina Inglaterra con la distancia del viajero ilustrado y con España al fondo, pero no le asombra casi nada. Cuando ocurre, echa mano de la ironía. Tras ver pasear a obispos anglicanos acompañados de mujer y tres o cuatro hijos comenta: “No es la impotencia el defecto de los ministros del Señor”. Lo mismo sucede al advertir la obsesión por el dinero que atrapa a los ingleses y que llega hasta la tumba: “Los muertos que no tienen dinero, o gustan de hacer ejercicio, no van en coche, sino a caballo”.
Moratín crea vida allí donde muchos sólo habrían descrito tópicos. Como cuando detalla los veintiún trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan para servir el té a dos convidados en cualquier casa decente, y que comienzan con “una chimenea con lumbre” y terminan con “otra bandeja más pequeña, donde se ponen las tazas con té, las rebanadas de pan y el azúcar para servicio a los concurrentes”.
Había llegado a Inglaterra gracias a la ayuda económica que le otorgó graciosamente Godoy. Una nueva canonjía del favorito le permitirá trasladarse poco después a Italia, donde vivirá tres años y de donde saldrá con otra obra maestra de los libros de viajes y de la prosa en español, el Viaje a Italia.
Rousseau había escrito en el Emilio: tantos libros de viajes “nos hacen olvidar el libro del mundo”. Era arbitrario e injusto, como siempre.
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