04 diciembre 2005

Zum Wohl!

El escritor y ensayista Félix de Azúa publicó el 10 de noviembre en El País un artículo en el que, bajo el delicioso título de “Sólo quiero lo mejor para ti”, afirmaba que la música de Arnold Schoenberg es pasto de especialistas y sigue sin interesar a la gente: “Juzgue lo que quiera el experto –añadía-, en el caso de la música (como en el del teatro) quien decide es el público porque la música es un espectáculo.” Antes de dar una voltereta hacia el proyecto de Estatuto de Cataluña, que era lo que le interesaba, formulaba la traducción política de su tesis: cuando la importancia de algo no la determinan quienes la financian y sufren, sino los expertos, estamos ante un rasgo típico de la tradición autoritaria europea.

El artículo de Azúa ha merecido dos enojadas cartas de repulsa de sendos compositores. La primera, elaborado ejemplo de analfabetismo funcional, jugaba tan sucio que sólo produce repugnancia: “El hecho de denominar Mesías a una persona que como Schönberg fue perseguido por los nazis por, entre otras cosas, ser de origen judío, me parece de un gusto, cuanto menos, torpe.”

La segunda, firmada por un compositor que enseña en Alemania, tildaba a Azúa de ignorante y de propagandista de ideas de supermercado, para aportar luego un suculento tratado de estética que se resumía en esta frase: “Todo arte exigente y excelente no es en principio para mayorías, siempre ha sido así.” Frase tan memorable se redondeaba con la afirmación de que las grandes masas (¿habrá masas pequeñas o tal vez de tamaño medio?) no aceptan al principio un arte de creación (los amantes de Schoenberg disfrutan con las redundancias, claro) comprometido y difícil como el de Mallarmé, Joyce y Mondrian, porque es una forma de transmisión del conocimiento y no sólo mera diversión o espectáculo.

Como aún soy mucho más ignorante que Azúa, nunca me he enterado de qué tipo de conocimientos transmite una sucesión de sonidos más o menos armónicos (lo siento, admiradores de Schoenberg, no se me ocurre otra palabra), ni tampoco que Mallarmé, Joyce y Mondrian sean hoy ávidamente leídos y admirados por las masas.

Y aún menos de que “siempre ha sido así”. Quizá todo el mundo sepa, pero no yo, que los griegos ignoraron olímpicamente a Homero, Sófocles y Aristófanes; que en la España del siglo XVII nadie oyó hablar de un tal Lope de Vega, nadie leyó el Quijote ni disfrutó con las maldades en verso y prosa de Quevedo; que, por la misma época, los teatros ingleses permanecían vacíos cada vez que programaban obras de un tal Shakespeare, lo mismo que ocurría en Francia con otro dramaturgo llamado Molière; que el siglo XVIII fue un desastre, porque nadie disfrutó con la música de Mozart y en Francia nadie se enteró de lo que escribían gentes como Rousseau o Voltaire, así que sus ideas apenas influyeron en la revolución de 1789; ¿y qué decir de Balzac, Stendhal y Flaubert casi un siglo más tarde? Nada, ignorados por todos, igual que Dickens en Gran Bretaña y Dostoiewski y Tolstoi en Rusia. ¿Y Wagner, a quien sólo un melómano como Luis II de Baviera le hizo caso?

Sin ir más lejos, en la España del XIX nadie oyó hablar de un tal Galdós y sólo la simpleza de Unamuno y Ortega –lo explicaba hace poco en el diario ABC ese faro de la inteligencia y el rigor llamado Eduardo Subirats- hizo que esos tipos fueran rápidamente conocidos. Igual que aquellos poetas de supermercado que tan bien supieron comercializar la mercancía bajo la etiqueta de Generación del 27. ¿Y Borges, un completo desconocido 20 años después de su muerte? ¿Y qué decir de un director de cine como Alfred Hitchcock, conocido sólo porque hacía películas de serie B?

Está todo tan claro que para qué seguir. ¡Benditas cartas a los periódicos, qué bien explican nuestra indigencia! Menos mal que esta vez las copas las pagan en Alemania. Prost!, o mejor dicho Zum Wohl!