31 octubre 2005

Desesperadamente muertos

Se acerca el 20 de noviembre de 2005, un día tan anodino como cualquier otro. No lo será para los políticos y los intelectuales españoles, pues desenterrarán a los muertos por que hay que construir el futuro.

Recordarán que en esa misma fecha de hace 30 años murió el general Franco, un militar mediocre que cayó en el olvido apenas enterrado. Será sólo el anticipo de la orgía necrofílica que se producirá el próximo año, cuando se cumpla el setenta aniversario del comienzo de la guerra civil. A modo de esperpento, el calendario de mesa de 2006 de una institución cultural pública reproducirá mes a mes fotogramas de películas sobre la guerra.

Dirán que hay que exorcizar los fantasmas del pasado para construir el futuro, sin reparar en que el conjuro se hizo en su momento y se llamó Transición, algo que parece no contar ya. Las paradojas se acumulan y no se sabe qué resulta más patético, si la falta de ideas o la idea misma de que el futuro se levante sobre los cadáveres del franquismo y la guerra civil.

El pasado es uno de los más poderosos venenos que los intelectuales han inoculado en la sociedad contemporánea. Lo que empezó con una deliciosa construcción literaria llamada psicoanálisis, que remitía a la niñez como fundamento último del destino y que sólo los adolescentes y los amantes de la literatura podían tomar en serio, se ha convertido en plaga devastadora.

La idea de pasado es difícil de entender. Los niños tienen grandes dificultades para comprender la cronología histórica, así que mezclan alegremente a Bill Clinton con Cleopatra y sitúan con aplomo a Stalin en la Edad Media. No es sólo ignorancia, sino que hace falta pasado personal para concebir el pasado colectivo, que a su vez se transforma en Historia cuando no afecta de forma directa a nuestro presente. Esta es la clave. El pasado se ha convertido en sinónimo de causa y por lo tanto resulta imprescindible retroceder una y otra vez para encontrar las razones de lo que ahora ocurre. En cambio, las reconstrucciones que llevan a cabo los historiadores permiten sacar cuantas lecciones se quiera para el presente y el futuro sin necesidad de que el pasado nos aplaste. Los miserables de la tierra nunca han tenido Historia.

También existe el pasado para los escritores, porque ellos saben que la memoria es el territorio más fértil de la fantasía. Decía Spinoza en la proposición 44 de la primera parte de la Ética que la razón percibe las cosas como necesarias, mientras que sólo depende de la imaginación el contemplarlas como contingentes tanto respecto del pasado como del futuro. Los escritores, los músicos, los arquitectos, los cineastas, los ensayistas, los pintores y los cantantes de ópera que decidieron convertirse en intelectuales han extrapolado a la vida colectiva el mundo en el que desarrollan su trabajo, y hoy resulta casi imposible entender que el pasado existió pero no existe. Los políticos les han seguido el juego. Se han apropiado de la contingencia y han convertido la imaginación histórica –una contradicción en los términos- en justificación de sus acciones. Max Weber comparó al político y al científico. Hoy no le quedaría más remedio que comparar al político y al poeta.

El 20 de noviembre se desenterrará el cadáver del general mediocre para justificar las estupideces que se cometen y no enfrentarse a un futuro que produce vértigo porque nos sabemos al final de una etapa. Si los problemas ocurrieron en el pasado, nada grave puede suceder. Pero el impulso que comenzó con la Transición se ha agotado, y los herederos más insensatos quieren sacar cadáveres de las tumbas para que pase desapercibido que están dilapidando la herencia. Sólo que, cuando se desentierra a los muertos, los vivos ocupan su lugar en la sepultura. Y, sin darse cuenta, estarán desesperadamente muertos.