El estilo contra la novela
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) publica nueva novela, El viento de la Luna, y aunque resulte extraño se ha hecho el silencio. Han aparecido críticas en todos los suplementos literarios, y las entrevistas con el autor, de regreso temporal de Nueva York, se han sucedido en los principales periódicos. Pero se ha hecho el silencio.
El viento de la Luna es la primera novela desde hace cinco años, cuando se publicaron Sefarad y En ausencia de Blanca, puesto que Ventanas de Manhattan, de 2004, era un libro de viajes –espléndido, eso sí- neoyorquino. Incluso hay quien podría considerar que en realidad ha pasado más tiempo y que habría que remontarse a 1997, cuando se editó Plenilunio, para hallar una auténtica novela, porque Carlota Fainberg (2000) y En ausencia de Blanca eran dos relatos largos y Sefarad más bien un ensayo novelado.
Y sin embargo se ha hecho el silencio porque nadie dice la verdad: que El viento de la Luna es una obra fallida. Para demostrarlo basta un par de ejemplos. La crítica de Jordi Gracia en Babelia tiene la peculiaridad de imitar el estilo de Muñoz Molina y de no decir nada, excepto que siente miedo a expresar lo que piensa. La de José María Pozuelo en el ABC de las Artes y las Letras alaba la escritura del autor y el final de la obra y pone algún reparo menor.
En efecto, el estilo de Muñoz Molina es adictivo. Su dominio del ritmo, de la prosa limpia, de la frase larga escandida con perfección proustiana y alejada del periodo corto que impera por contaminación periodística y del lenguaje de Internet, del párrafo que se encadena de forma necesaria con el siguiente lo convierten en un escritor de estilo magistral. Un ejemplo tomado al azar:
“La mayor parte de las cosas que me gustan son inaccesibles: las miro tras un cristal, o desde una lejanía a la que ya me he acostumbrado porque es una de las dimensiones naturales de mi vida. Los lugares a los que me gustaría ir, las islas que están en medio del océano Pacífico o en ninguna parte, las llanuras y las laderas rocosas de la Luna, las mujeres muy jóvenes o no tan jóvenes que me hechizan nada más mirarlas y de las que no puedo apartar mis ojos avivados por una codicia clandestina, por un deseo que carece de explicaciones igual que de asideros con la realidad, y que me convierte en un perseguidor secreto, en un don Juan obstinado y sonámbulo, en un onanista al mismo tiempo devoto y angustiado que incurre en su vicio tan asiduamente como se deja abatir luego por la vergüenza y el remordimiento.” (El viento de la Luna, página 98).
La prosa se ha convertido en música, milagro que se reserva tan solo a los grandes escritores. Pero no es suficiente.
Muñoz Molina le confiesa a Juan Cruz: “Lo que sí es cierto es que me he ido despojando de la necesidad de que la trama sea demasiado complicada (...). He leído mucho este año a Conrad, y he aprendido que cuando una trama se pone complicada deja de interesarme, porque me da la impresión de que la naturalidad queda sacrificada.” (El País Semanal, 10.09.2006).
La argumentación es más que discutible. En las películas de Hitchcock –como en el Galdós de Fortunata y Jacinta- la trama es complicada, pero el espectador la percibe límpida. Solo resulta problemática si se penetra en ella, por el espesor de los personajes y de las relaciones que mantienen, por la compleja estructura que hace que todas las piezas encajen, pero la claridad de primer grado, la naturalidad, es abrumadora porque constituye el fruto de una inmensa síntesis creativa entre la invención de un mundo y la forma de contarlo a los demás.
Los escritores acostumbran a convertir en teorías generales sus propias limitaciones. En principio, nada de malo hay en ello: la literatura se alimenta de obsesiones, de odios, amores, manías, estupideces insoportables y hasta de infamias –ahí está la excelsa obra de canallas como Céline y Ezra Pound-, de todo aquello que los distingue como individuos sin par, que exacerba defectos y virtudes y que los más grandes consiguen reconvertir en lúcidas miradas sobre ángulos desconocidos de la experiencia humana. Es cierto que hay quienes se obstinan en trasladar sus fantasmas a la vida real -Juan Goytisolo es un buen ejemplo-, pero entonces el escritor pasa de artista a psicópata de la vida cotidiana y a menudo a carne de cotolengo. Las vanguardias históricas elevaron este defecto a principio, y el resultado fue la esterilidad creativa y el descrédito del arte. Nada se diga de sus epígonos del siglo XXI. Sucede lo mismo que con el lenguaje: un bien común, que en ocasiones comparten muchos millones de personas, que el escritor transforma gracias al estilo en algo propio y singular. Pero llevar esta lógica hasta el fin –el Artaud terminal, por ejemplo- implica despeñarse en el abismo de la idiolalia y la literatura desaparece.
El problema es que en El viento de la Luna apenas hay trama y la acción se mantiene estática de principio a fin. Bajo el estilo demorado, a ratos minucioso, siempre preciso y cada vez más proustiano se encuentra un cuadro de costumbres sobre la vida de una pequeña localidad agrícola andaluza durante los años 60 del pasado siglo que mantiene con dificultad el interés del lector. Tampoco hay adecuación entre la escritura y el asunto, porque el intento de darle la vuelta a Proust y aplicar un estilo elevado a una realidad miserable no funciona.
La mayor virtud de Muñoz Molina se ha convertido así en el mayor enemigo de su obra narrativa: el estilo contra la novela, vieja máxima que raras veces deja de cumplirse. Escritores atenazados por la brillantez de una escritura que les impide narrar con destreza y novelistas de pura raza que tienen un estilo desaliñado y hasta tosco –quedan fuera los adictos a la “prosa sonajero”, en feliz expresión de Marsé- parten en dos la historia de la literatura de los últimos siglos. Se trata, como diría Pedro Salinas, de una cuestión de posología. La narración no puede someterse por completo al estilo deslumbrante del autor, porque exige contención y múltiples voces, momentos de intensidad y de caída –crestas y valles, en palabras de Vargas Llosa-, una prosa dúctil en lugar de esculpida y algo tan manido, y por ello quizá olvidado, como la adecuación entre fondo y forma. Surge entonces esa naturalidad, que otros llamarían estilo clásico, que pide Muñoz Molina, de la que lo aleja su escritura, que se encuentra en los más grandes -pongamos Borges y el Sebald de Los emigrados-, y al que se acerca quien escribió Beltenebros: “Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca”.
Sefarad lo dejó en un callejón sin salida. Él mismo se encontraba insatisfecho con el camino de la novela, quería hacer algo diferente, pero no sabía por dónde seguir. Estos años de silencio, que concluyen en El viento de la Luna, no han resuelto el problema.
Muñoz Molina es excelente persona y ciudadano ejemplar. Es quizá también el único escritor de hoy que actúa como guía para su generación, y se produce la paradoja de que quien podría ser gran novelista resulta más apreciado por los artículos sensatos, lúcidos y bien trabados, en los que la brillantez del estilo se somete a la necesidad de argumentar y probar, que por la obra literaria. Debería aplicar el mismo método a la novela.
Espero no tener que arrepentirme por estas líneas, porque las escribe –“en la alta noche, solo, con el vaso en la mano”- quien bien lo aprecia.
El viento de la Luna es la primera novela desde hace cinco años, cuando se publicaron Sefarad y En ausencia de Blanca, puesto que Ventanas de Manhattan, de 2004, era un libro de viajes –espléndido, eso sí- neoyorquino. Incluso hay quien podría considerar que en realidad ha pasado más tiempo y que habría que remontarse a 1997, cuando se editó Plenilunio, para hallar una auténtica novela, porque Carlota Fainberg (2000) y En ausencia de Blanca eran dos relatos largos y Sefarad más bien un ensayo novelado.
Y sin embargo se ha hecho el silencio porque nadie dice la verdad: que El viento de la Luna es una obra fallida. Para demostrarlo basta un par de ejemplos. La crítica de Jordi Gracia en Babelia tiene la peculiaridad de imitar el estilo de Muñoz Molina y de no decir nada, excepto que siente miedo a expresar lo que piensa. La de José María Pozuelo en el ABC de las Artes y las Letras alaba la escritura del autor y el final de la obra y pone algún reparo menor.
En efecto, el estilo de Muñoz Molina es adictivo. Su dominio del ritmo, de la prosa limpia, de la frase larga escandida con perfección proustiana y alejada del periodo corto que impera por contaminación periodística y del lenguaje de Internet, del párrafo que se encadena de forma necesaria con el siguiente lo convierten en un escritor de estilo magistral. Un ejemplo tomado al azar:
“La mayor parte de las cosas que me gustan son inaccesibles: las miro tras un cristal, o desde una lejanía a la que ya me he acostumbrado porque es una de las dimensiones naturales de mi vida. Los lugares a los que me gustaría ir, las islas que están en medio del océano Pacífico o en ninguna parte, las llanuras y las laderas rocosas de la Luna, las mujeres muy jóvenes o no tan jóvenes que me hechizan nada más mirarlas y de las que no puedo apartar mis ojos avivados por una codicia clandestina, por un deseo que carece de explicaciones igual que de asideros con la realidad, y que me convierte en un perseguidor secreto, en un don Juan obstinado y sonámbulo, en un onanista al mismo tiempo devoto y angustiado que incurre en su vicio tan asiduamente como se deja abatir luego por la vergüenza y el remordimiento.” (El viento de la Luna, página 98).
La prosa se ha convertido en música, milagro que se reserva tan solo a los grandes escritores. Pero no es suficiente.
Muñoz Molina le confiesa a Juan Cruz: “Lo que sí es cierto es que me he ido despojando de la necesidad de que la trama sea demasiado complicada (...). He leído mucho este año a Conrad, y he aprendido que cuando una trama se pone complicada deja de interesarme, porque me da la impresión de que la naturalidad queda sacrificada.” (El País Semanal, 10.09.2006).
La argumentación es más que discutible. En las películas de Hitchcock –como en el Galdós de Fortunata y Jacinta- la trama es complicada, pero el espectador la percibe límpida. Solo resulta problemática si se penetra en ella, por el espesor de los personajes y de las relaciones que mantienen, por la compleja estructura que hace que todas las piezas encajen, pero la claridad de primer grado, la naturalidad, es abrumadora porque constituye el fruto de una inmensa síntesis creativa entre la invención de un mundo y la forma de contarlo a los demás.
Los escritores acostumbran a convertir en teorías generales sus propias limitaciones. En principio, nada de malo hay en ello: la literatura se alimenta de obsesiones, de odios, amores, manías, estupideces insoportables y hasta de infamias –ahí está la excelsa obra de canallas como Céline y Ezra Pound-, de todo aquello que los distingue como individuos sin par, que exacerba defectos y virtudes y que los más grandes consiguen reconvertir en lúcidas miradas sobre ángulos desconocidos de la experiencia humana. Es cierto que hay quienes se obstinan en trasladar sus fantasmas a la vida real -Juan Goytisolo es un buen ejemplo-, pero entonces el escritor pasa de artista a psicópata de la vida cotidiana y a menudo a carne de cotolengo. Las vanguardias históricas elevaron este defecto a principio, y el resultado fue la esterilidad creativa y el descrédito del arte. Nada se diga de sus epígonos del siglo XXI. Sucede lo mismo que con el lenguaje: un bien común, que en ocasiones comparten muchos millones de personas, que el escritor transforma gracias al estilo en algo propio y singular. Pero llevar esta lógica hasta el fin –el Artaud terminal, por ejemplo- implica despeñarse en el abismo de la idiolalia y la literatura desaparece.
El problema es que en El viento de la Luna apenas hay trama y la acción se mantiene estática de principio a fin. Bajo el estilo demorado, a ratos minucioso, siempre preciso y cada vez más proustiano se encuentra un cuadro de costumbres sobre la vida de una pequeña localidad agrícola andaluza durante los años 60 del pasado siglo que mantiene con dificultad el interés del lector. Tampoco hay adecuación entre la escritura y el asunto, porque el intento de darle la vuelta a Proust y aplicar un estilo elevado a una realidad miserable no funciona.
La mayor virtud de Muñoz Molina se ha convertido así en el mayor enemigo de su obra narrativa: el estilo contra la novela, vieja máxima que raras veces deja de cumplirse. Escritores atenazados por la brillantez de una escritura que les impide narrar con destreza y novelistas de pura raza que tienen un estilo desaliñado y hasta tosco –quedan fuera los adictos a la “prosa sonajero”, en feliz expresión de Marsé- parten en dos la historia de la literatura de los últimos siglos. Se trata, como diría Pedro Salinas, de una cuestión de posología. La narración no puede someterse por completo al estilo deslumbrante del autor, porque exige contención y múltiples voces, momentos de intensidad y de caída –crestas y valles, en palabras de Vargas Llosa-, una prosa dúctil en lugar de esculpida y algo tan manido, y por ello quizá olvidado, como la adecuación entre fondo y forma. Surge entonces esa naturalidad, que otros llamarían estilo clásico, que pide Muñoz Molina, de la que lo aleja su escritura, que se encuentra en los más grandes -pongamos Borges y el Sebald de Los emigrados-, y al que se acerca quien escribió Beltenebros: “Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca”.
Sefarad lo dejó en un callejón sin salida. Él mismo se encontraba insatisfecho con el camino de la novela, quería hacer algo diferente, pero no sabía por dónde seguir. Estos años de silencio, que concluyen en El viento de la Luna, no han resuelto el problema.
Muñoz Molina es excelente persona y ciudadano ejemplar. Es quizá también el único escritor de hoy que actúa como guía para su generación, y se produce la paradoja de que quien podría ser gran novelista resulta más apreciado por los artículos sensatos, lúcidos y bien trabados, en los que la brillantez del estilo se somete a la necesidad de argumentar y probar, que por la obra literaria. Debería aplicar el mismo método a la novela.
Espero no tener que arrepentirme por estas líneas, porque las escribe –“en la alta noche, solo, con el vaso en la mano”- quien bien lo aprecia.