¿Y si la reina tenía razón?
Psicóticos, estrellas de cine y políticos gozaban hasta hace poco del privilegio de ser quienes pierden el sentido de la realidad. Stephen Frears acaba de añadir una nueva especie en la película The Queen: los buenos profesionales.
Comencemos por los diálogos: “Algún día le sucederá a usted. Y sin previo aviso”, le dice la reina al primer ministro. The Queen narra las reacciones de Tony Blair y de la reina Isabel II ante el fervor popular por la muerte de una maniquí rota, la princesa Diana de Gales. Interioridades del poder político y del entorno real, acción bien construida y personajes trazados de forma escrupulosa y que evolucionan conforme avanzan los acontecimientos atrapan al espectador. Que resulte inverosímil la sumisión ante la reina del Blair que acaba de ganar las elecciones, como si Gran Bretaña fuera una monarquía sátrapa, es un reparo menor. El olfato de los políticos tiene sus límites.
La muerte de lady Di paralizó a la corona británica durante una semana de ceguera y confusión, porque sus miembros fueron incapaces de renunciar a tradiciones que, teñidas de fría arrogancia, ponían en juego la propia supervivencia. Había que contarlo, pero forma parte de lo evidente. Donde Frears demuestra talla de gran cineasta es cuando aborda el drama personal en el que se encuentra atrapada la reina y que advertirá el primer ministro, que sabe desde el primer momento lo que la gente quiere: ha sido una impecable profesional durante 50 años, pero reglas juiciosas, experiencia y conocimientos no sirven para hacer frente a una situación novedosa. “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”, decía Elias Canetti al comienzo de Masa y poder. La reina estaba fuera de la realidad.
Esto de la realidad es asunto tan deprimente que hoy sigue encerrado en el teorema de Thomas, que Robert K. Merton rescató a finales de los años 40: “Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales las consecuencias”. Después, los sociólogos lo empezaron a llamar construcción social de la realidad.
¿Qué había de nuevo en el caso de lady Di? Glamour y espectáculo, dice la reina. Saber morir a tiempo, dirán otros. No es suficiente, porque la princesa del pueblo tenía el resto de los ingredientes para convertirse en mito popular: era víctima, famosa, atractiva y fallecía en circunstancias que se prestaban a larga controversia, clave para sobrevivir a la muerte. Ser víctima es hoy cuestión de pose, el atractivo se moldea con Photoshop y la fama se crea en las sentinas de los medios de comunicación sensacionalistas y, ante situaciones extremas, como la muerte, contagia al resto de la sociedad. Esto es lo que la reina no entiende, de igual forma que se niega a aceptar que el amor del pueblo se base en otra cosa que en la valía personal.
Frears hace sus mejores películas cuando parte de un texto literario. Lo demostró con la adaptación de Mi hermosa lavandería de Hanif Kureishi, en Ábrete de orejas, autobiografía del dramaturgo Joe Orton, y en la puesta en escena de ese clásico admirable y canalla que es Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos. Esta vez tenía en las manos un excelente guión de Peter Morgan y a una actriz prodigiosa, Helen Mirren, capaz de expresar mil matices con su sola presencia ante la cámara. Hizo una buena película que podía ser mejor.
Al otro lado del río Támesis, alejada del Parlamento y del Palacio de Buckingham, se encuentra la Tate Modern. La visitan cuatro millones de personas al año, porque acoge la muestra más representativa de arte contemporáneo que se puede encontrar en un museo. En los últimos meses las mayores colas se forman en el llamado vestíbulo de la turbina: allí se obtienen los boletos que permiten deslizarse, envuelto en un saco, por los toboganes que unen el inmenso vestíbulo con cada una de las cinco plantas del edificio. Es una instalación artística de Carsten Höller. ¿Y si la reina tenía razón?, termina por preguntar la película de Stephen Frears.
Comencemos por los diálogos: “Algún día le sucederá a usted. Y sin previo aviso”, le dice la reina al primer ministro. The Queen narra las reacciones de Tony Blair y de la reina Isabel II ante el fervor popular por la muerte de una maniquí rota, la princesa Diana de Gales. Interioridades del poder político y del entorno real, acción bien construida y personajes trazados de forma escrupulosa y que evolucionan conforme avanzan los acontecimientos atrapan al espectador. Que resulte inverosímil la sumisión ante la reina del Blair que acaba de ganar las elecciones, como si Gran Bretaña fuera una monarquía sátrapa, es un reparo menor. El olfato de los políticos tiene sus límites.
La muerte de lady Di paralizó a la corona británica durante una semana de ceguera y confusión, porque sus miembros fueron incapaces de renunciar a tradiciones que, teñidas de fría arrogancia, ponían en juego la propia supervivencia. Había que contarlo, pero forma parte de lo evidente. Donde Frears demuestra talla de gran cineasta es cuando aborda el drama personal en el que se encuentra atrapada la reina y que advertirá el primer ministro, que sabe desde el primer momento lo que la gente quiere: ha sido una impecable profesional durante 50 años, pero reglas juiciosas, experiencia y conocimientos no sirven para hacer frente a una situación novedosa. “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”, decía Elias Canetti al comienzo de Masa y poder. La reina estaba fuera de la realidad.
Esto de la realidad es asunto tan deprimente que hoy sigue encerrado en el teorema de Thomas, que Robert K. Merton rescató a finales de los años 40: “Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales las consecuencias”. Después, los sociólogos lo empezaron a llamar construcción social de la realidad.
¿Qué había de nuevo en el caso de lady Di? Glamour y espectáculo, dice la reina. Saber morir a tiempo, dirán otros. No es suficiente, porque la princesa del pueblo tenía el resto de los ingredientes para convertirse en mito popular: era víctima, famosa, atractiva y fallecía en circunstancias que se prestaban a larga controversia, clave para sobrevivir a la muerte. Ser víctima es hoy cuestión de pose, el atractivo se moldea con Photoshop y la fama se crea en las sentinas de los medios de comunicación sensacionalistas y, ante situaciones extremas, como la muerte, contagia al resto de la sociedad. Esto es lo que la reina no entiende, de igual forma que se niega a aceptar que el amor del pueblo se base en otra cosa que en la valía personal.
Frears hace sus mejores películas cuando parte de un texto literario. Lo demostró con la adaptación de Mi hermosa lavandería de Hanif Kureishi, en Ábrete de orejas, autobiografía del dramaturgo Joe Orton, y en la puesta en escena de ese clásico admirable y canalla que es Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos. Esta vez tenía en las manos un excelente guión de Peter Morgan y a una actriz prodigiosa, Helen Mirren, capaz de expresar mil matices con su sola presencia ante la cámara. Hizo una buena película que podía ser mejor.
Al otro lado del río Támesis, alejada del Parlamento y del Palacio de Buckingham, se encuentra la Tate Modern. La visitan cuatro millones de personas al año, porque acoge la muestra más representativa de arte contemporáneo que se puede encontrar en un museo. En los últimos meses las mayores colas se forman en el llamado vestíbulo de la turbina: allí se obtienen los boletos que permiten deslizarse, envuelto en un saco, por los toboganes que unen el inmenso vestíbulo con cada una de las cinco plantas del edificio. Es una instalación artística de Carsten Höller. ¿Y si la reina tenía razón?, termina por preguntar la película de Stephen Frears.
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