22 mayo 2005

Malditos de opereta

Aparece un libro sobre Eduardo Haro Ibars (E. H. I., los pasos del caído, de J. Benito Fernández, ed. Anagrama), poeta, hijo del periodista Eduardo Haro Tecglen y muchas cosas más, pero sobre todo vividor maldito del underground español.

Murió de sida en 1988, tras haber derrochado talento y mala leche entre familiares y amigos. Eduardito había pasado la infancia y juventud en el fascinante Tánger de los años 50 y 60, donde su padre dirigía el diario España y por donde recalaban en busca de carne fresca William Burroughs, Truman Capote y el matrimonio Bowles. Se trasladó después al Madrid del ocaso franquista, y en ese ambiente opresivo pero benevolente con los cachorros más listos de la clase media ilustrada decidió ir a la contra porque se sentía hastiado de su tiempo y superior a los demás.

Demasiado fácil. Su caso es semejante al de muchos otros, que bendecidos por la comodidad familiar, la inteligencia y el encanto personal se dedicaron a jugar al malditismo hasta que el propio juego los arrastró por un camino sin retorno. Le ha ocurrido a Leopoldo María Panero, que no por casualidad ha tenido el mismo biógrafo y que en la película El desencanto ponía precisamente como ejemplo de maldito de buena familia a Eduardo Haro. Alberto Cardín, quizá el tipo de más talento que circuló por la España de los años 70 y 80, lo explicó una vez: “Hay que saber morirse a tiempo”.

De acuerdo, pero no basta. El último gran maldito fue Rimbaud, que abandonó a Verlaine y la poesía para dedicarse al tráfico de armas, el contrabando y la explotación sexual en África, y que destruyó su vida a conciencia porque se sabía un canalla que nada bueno podía esperar de sí mismo. Los malditos de opereta, que se suceden desde entonces, pretenden demostrar algo muy diferente: que nada hay más lamentable que su propia desaparición. Que lo disfruten.