Malditos de opereta
Aparece un libro sobre Eduardo Haro Ibars (E. H. I., los pasos del caído, de J. Benito Fernández, ed. Anagrama), poeta, hijo del periodista Eduardo Haro Tecglen y muchas cosas más, pero sobre todo vividor maldito del underground español.
Murió de sida en 1988, tras haber derrochado talento y mala leche entre familiares y amigos. Eduardito había pasado la infancia y juventud en el fascinante Tánger de los años 50 y 60, donde su padre dirigía el diario España y por donde recalaban en busca de carne fresca William Burroughs, Truman Capote y el matrimonio Bowles. Se trasladó después al Madrid del ocaso franquista, y en ese ambiente opresivo pero benevolente con los cachorros más listos de la clase media ilustrada decidió ir a la contra porque se sentía hastiado de su tiempo y superior a los demás.
Demasiado fácil. Su caso es semejante al de muchos otros, que bendecidos por la comodidad familiar, la inteligencia y el encanto personal se dedicaron a jugar al malditismo hasta que el propio juego los arrastró por un camino sin retorno. Le ha ocurrido a Leopoldo María Panero, que no por casualidad ha tenido el mismo biógrafo y que en la película El desencanto ponía precisamente como ejemplo de maldito de buena familia a Eduardo Haro. Alberto Cardín, quizá el tipo de más talento que circuló por la España de los años 70 y 80, lo explicó una vez: “Hay que saber morirse a tiempo”.
De acuerdo, pero no basta. El último gran maldito fue Rimbaud, que abandonó a Verlaine y la poesía para dedicarse al tráfico de armas, el contrabando y la explotación sexual en África, y que destruyó su vida a conciencia porque se sabía un canalla que nada bueno podía esperar de sí mismo. Los malditos de opereta, que se suceden desde entonces, pretenden demostrar algo muy diferente: que nada hay más lamentable que su propia desaparición. Que lo disfruten.
Murió de sida en 1988, tras haber derrochado talento y mala leche entre familiares y amigos. Eduardito había pasado la infancia y juventud en el fascinante Tánger de los años 50 y 60, donde su padre dirigía el diario España y por donde recalaban en busca de carne fresca William Burroughs, Truman Capote y el matrimonio Bowles. Se trasladó después al Madrid del ocaso franquista, y en ese ambiente opresivo pero benevolente con los cachorros más listos de la clase media ilustrada decidió ir a la contra porque se sentía hastiado de su tiempo y superior a los demás.
Demasiado fácil. Su caso es semejante al de muchos otros, que bendecidos por la comodidad familiar, la inteligencia y el encanto personal se dedicaron a jugar al malditismo hasta que el propio juego los arrastró por un camino sin retorno. Le ha ocurrido a Leopoldo María Panero, que no por casualidad ha tenido el mismo biógrafo y que en la película El desencanto ponía precisamente como ejemplo de maldito de buena familia a Eduardo Haro. Alberto Cardín, quizá el tipo de más talento que circuló por la España de los años 70 y 80, lo explicó una vez: “Hay que saber morirse a tiempo”.
De acuerdo, pero no basta. El último gran maldito fue Rimbaud, que abandonó a Verlaine y la poesía para dedicarse al tráfico de armas, el contrabando y la explotación sexual en África, y que destruyó su vida a conciencia porque se sabía un canalla que nada bueno podía esperar de sí mismo. Los malditos de opereta, que se suceden desde entonces, pretenden demostrar algo muy diferente: que nada hay más lamentable que su propia desaparición. Que lo disfruten.
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