05 febrero 2007

Sadismo, que viene de Sade

El libertino más famoso de la historia escribió en el testamento que deseaba desaparecer de la memoria de los hombres, pero 20 años después de su muerte la palabra “sadismo” se incorporó a los diccionarios: “Desenfreno, lubricidad mezclada con crueldad”, explicaba en 1834 el Diccionario universal de la lengua francesa de Boiste.

La leyenda en torno a la vida de Donatien Alphonse François de Sade se alimentó de los episodios que narró en su obra, hasta el punto de que resulta difícil separar los hechos reales de la fantasía literaria. Los biógrafos, con Gilbert Lely a la cabeza, han intentado demostrar que la imaginación popular agrandó los escándalos en los que se vio envuelto y que lo convirtieron en símbolo del Antiguo Régimen en plena Revolución francesa: “Los desenfrenos de Sade no excedieron la media de un cierto libertinaje” propio de la época, dice Michel Delon en la introducción a las obras de Sade en la Pléiade.

Cierto o no, las experiencias libertinas del marqués comenzaron cuando ingresó en el ejército a los 14 años y terminaron cinco días antes de morir. Esta vez la amante fue una lavandera de 16 años que le facilitó la propia madre de la joven: “Se entregó como siempre a nuestros jueguecitos”, anotó el marqués en su diario. El tenía 74 años.

Parece que Sade, que nació en París en 1740, era atractivo, ingenioso, culto y de voz inolvidable. También arrogante, audaz y con un miembro viril que se lo llevaban los demonios. Medía algo menos del metro sesenta, lo que no estaba mal para la época, y pertenecía a la mejor aristocracia francesa. Entre los antepasados se encontraba Laura, la musa de Petrarca, y entre los descendientes directos está Philippe de Montebello, el culto y elegante director del Museo Metropolitano de Nueva York desde hace 30 años. Amaba el teatro, y las actrices fueron, junto con las putas y los criados rijosos, su gran debilidad.

El padre lo casó a los 23 años con la hija de un rico magistrado a la que conoció el día antes de la boda, y que libró de la ruina a la familia Sade. Era decididamente fea e ignorante, pero Donatien sintió cariño por ella. Tuvieron tres hijos.

La leyenda comenzó el 3 de abril de 1768, domingo de Pascua. Ese día Sade azotó durante varias horas en medio de ritos sacrílegos a Rose Keller, una viuda pobre que pedía limosna por las calles. No era la primera vez que ocurría algo así, pero la noticia se extendió y Donatien pasó a encabezar la abundante lista de nobles degenerados en la Francia del siglo XVIII. El siguiente gran escándalo se produjo cuatro años después, cuando organizó en Marsella una orgía en la que participaron un criado y cuatro prostitutas: corrieron los afrodisíacos, hubo flagelaciones y sodomía homosexual y heterosexual. Las putas lo denunciaron porque temían haber sido envenenadas, y Sade huyó a Italia con su cuñada, una canonesa bella, encantadora y caprichosa con la que mantenía una tórrida relación. Fue condenado a muerte y ejecutado en efigie.

A los 36 años volvió a prisión, donde permaneció más de una década y en la que leyó, anotó cuidadosamente sus prácticas onanistas y escribió Los 120 días de Sodoma: “No hay que extrañarse –decía el narrador- del hombre que prefiere pasear por el suelo árido y escarpado de las montañas en vez de por los senderos monótonos de las llanuras”. A la salida, frecuentó a los monárquicos constitucionales y publicó algunas obras de forma anónima o con seudónimo, como Justine y La filosofía en el tocador, pero con la llegada de Napoleón al poder en 1799 se multiplicaron las denuncias contra él en la prensa y en los libelos satíricos. A los 60 años ingresó de nuevo en la cárcel, y unos días después lo trasladaron de lugar por seducir a los jóvenes detenidos. Siguió en prisión hasta su muerte, el 2 de diciembre de 1814.

Sade fue un auténtico e incansable maldito en la vida privada, en la pública y en todos los géneros de la época: poesía, teatro en verso, diálogo filosófico, cuento, relato, novela. Durante mucho tiempo sus escritos sólo interesaron a médicos y pornógrafos, hasta que los surrealistas lo introdujeron en el panteón literario. Desde entonces, Sade dejó de ser sádico para convertirse en el escritor que escenificó el sadismo.

Poética de la tontería (3)

"Creo que la Segunda República y la Guerra Civil son uno de los grandes momentos de la humanidad y por eso no se acaban nunca, como no se acaban nunca el Imperio Romano o la Revolución Francesa".

Almudena Grandes (El País Semanal, 4.02.2007).

24 enero 2007

¿Y si la reina tenía razón?

Psicóticos, estrellas de cine y políticos gozaban hasta hace poco del privilegio de ser quienes pierden el sentido de la realidad. Stephen Frears acaba de añadir una nueva especie en la película The Queen: los buenos profesionales.

Comencemos por los diálogos: “Algún día le sucederá a usted. Y sin previo aviso”, le dice la reina al primer ministro. The Queen narra las reacciones de Tony Blair y de la reina Isabel II ante el fervor popular por la muerte de una maniquí rota, la princesa Diana de Gales. Interioridades del poder político y del entorno real, acción bien construida y personajes trazados de forma escrupulosa y que evolucionan conforme avanzan los acontecimientos atrapan al espectador. Que resulte inverosímil la sumisión ante la reina del Blair que acaba de ganar las elecciones, como si Gran Bretaña fuera una monarquía sátrapa, es un reparo menor. El olfato de los políticos tiene sus límites.

La muerte de lady Di paralizó a la corona británica durante una semana de ceguera y confusión, porque sus miembros fueron incapaces de renunciar a tradiciones que, teñidas de fría arrogancia, ponían en juego la propia supervivencia. Había que contarlo, pero forma parte de lo evidente. Donde Frears demuestra talla de gran cineasta es cuando aborda el drama personal en el que se encuentra atrapada la reina y que advertirá el primer ministro, que sabe desde el primer momento lo que la gente quiere: ha sido una impecable profesional durante 50 años, pero reglas juiciosas, experiencia y conocimientos no sirven para hacer frente a una situación novedosa. “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”, decía Elias Canetti al comienzo de Masa y poder. La reina estaba fuera de la realidad.

Esto de la realidad es asunto tan deprimente que hoy sigue encerrado en el teorema de Thomas, que Robert K. Merton rescató a finales de los años 40: “Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales las consecuencias”. Después, los sociólogos lo empezaron a llamar construcción social de la realidad.

¿Qué había de nuevo en el caso de lady Di? Glamour y espectáculo, dice la reina. Saber morir a tiempo, dirán otros. No es suficiente, porque la princesa del pueblo tenía el resto de los ingredientes para convertirse en mito popular: era víctima, famosa, atractiva y fallecía en circunstancias que se prestaban a larga controversia, clave para sobrevivir a la muerte. Ser víctima es hoy cuestión de pose, el atractivo se moldea con Photoshop y la fama se crea en las sentinas de los medios de comunicación sensacionalistas y, ante situaciones extremas, como la muerte, contagia al resto de la sociedad. Esto es lo que la reina no entiende, de igual forma que se niega a aceptar que el amor del pueblo se base en otra cosa que en la valía personal.

Frears hace sus mejores películas cuando parte de un texto literario. Lo demostró con la adaptación de Mi hermosa lavandería de Hanif Kureishi, en Ábrete de orejas, autobiografía del dramaturgo Joe Orton, y en la puesta en escena de ese clásico admirable y canalla que es Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos. Esta vez tenía en las manos un excelente guión de Peter Morgan y a una actriz prodigiosa, Helen Mirren, capaz de expresar mil matices con su sola presencia ante la cámara. Hizo una buena película que podía ser mejor.

Al otro lado del río Támesis, alejada del Parlamento y del Palacio de Buckingham, se encuentra la Tate Modern. La visitan cuatro millones de personas al año, porque acoge la muestra más representativa de arte contemporáneo que se puede encontrar en un museo. En los últimos meses las mayores colas se forman en el llamado vestíbulo de la turbina: allí se obtienen los boletos que permiten deslizarse, envuelto en un saco, por los toboganes que unen el inmenso vestíbulo con cada una de las cinco plantas del edificio. Es una instalación artística de Carsten Höller. ¿Y si la reina tenía razón?, termina por preguntar la película de Stephen Frears.

01 octubre 2006

El estilo contra la novela

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) publica nueva novela, El viento de la Luna, y aunque resulte extraño se ha hecho el silencio. Han aparecido críticas en todos los suplementos literarios, y las entrevistas con el autor, de regreso temporal de Nueva York, se han sucedido en los principales periódicos. Pero se ha hecho el silencio.

El viento de la Luna es la primera novela desde hace cinco años, cuando se publicaron Sefarad y En ausencia de Blanca, puesto que Ventanas de Manhattan, de 2004, era un libro de viajes –espléndido, eso sí- neoyorquino. Incluso hay quien podría considerar que en realidad ha pasado más tiempo y que habría que remontarse a 1997, cuando se editó Plenilunio, para hallar una auténtica novela, porque Carlota Fainberg (2000) y En ausencia de Blanca eran dos relatos largos y Sefarad más bien un ensayo novelado.

Y sin embargo se ha hecho el silencio porque nadie dice la verdad: que El viento de la Luna es una obra fallida. Para demostrarlo basta un par de ejemplos. La crítica de Jordi Gracia en Babelia tiene la peculiaridad de imitar el estilo de Muñoz Molina y de no decir nada, excepto que siente miedo a expresar lo que piensa. La de José María Pozuelo en el ABC de las Artes y las Letras alaba la escritura del autor y el final de la obra y pone algún reparo menor.

En efecto, el estilo de Muñoz Molina es adictivo. Su dominio del ritmo, de la prosa limpia, de la frase larga escandida con perfección proustiana y alejada del periodo corto que impera por contaminación periodística y del lenguaje de Internet, del párrafo que se encadena de forma necesaria con el siguiente lo convierten en un escritor de estilo magistral. Un ejemplo tomado al azar:

“La mayor parte de las cosas que me gustan son inaccesibles: las miro tras un cristal, o desde una lejanía a la que ya me he acostumbrado porque es una de las dimensiones naturales de mi vida. Los lugares a los que me gustaría ir, las islas que están en medio del océano Pacífico o en ninguna parte, las llanuras y las laderas rocosas de la Luna, las mujeres muy jóvenes o no tan jóvenes que me hechizan nada más mirarlas y de las que no puedo apartar mis ojos avivados por una codicia clandestina, por un deseo que carece de explicaciones igual que de asideros con la realidad, y que me convierte en un perseguidor secreto, en un don Juan obstinado y sonámbulo, en un onanista al mismo tiempo devoto y angustiado que incurre en su vicio tan asiduamente como se deja abatir luego por la vergüenza y el remordimiento.” (El viento de la Luna, página 98).

La prosa se ha convertido en música, milagro que se reserva tan solo a los grandes escritores. Pero no es suficiente.

Muñoz Molina le confiesa a Juan Cruz: “Lo que sí es cierto es que me he ido despojando de la necesidad de que la trama sea demasiado complicada (...). He leído mucho este año a Conrad, y he aprendido que cuando una trama se pone complicada deja de interesarme, porque me da la impresión de que la naturalidad queda sacrificada.” (El País Semanal, 10.09.2006).

La argumentación es más que discutible. En las películas de Hitchcock –como en el Galdós de Fortunata y Jacinta- la trama es complicada, pero el espectador la percibe límpida. Solo resulta problemática si se penetra en ella, por el espesor de los personajes y de las relaciones que mantienen, por la compleja estructura que hace que todas las piezas encajen, pero la claridad de primer grado, la naturalidad, es abrumadora porque constituye el fruto de una inmensa síntesis creativa entre la invención de un mundo y la forma de contarlo a los demás.

Los escritores acostumbran a convertir en teorías generales sus propias limitaciones. En principio, nada de malo hay en ello: la literatura se alimenta de obsesiones, de odios, amores, manías, estupideces insoportables y hasta de infamias –ahí está la excelsa obra de canallas como Céline y Ezra Pound-, de todo aquello que los distingue como individuos sin par, que exacerba defectos y virtudes y que los más grandes consiguen reconvertir en lúcidas miradas sobre ángulos desconocidos de la experiencia humana. Es cierto que hay quienes se obstinan en trasladar sus fantasmas a la vida real -Juan Goytisolo es un buen ejemplo-, pero entonces el escritor pasa de artista a psicópata de la vida cotidiana y a menudo a carne de cotolengo. Las vanguardias históricas elevaron este defecto a principio, y el resultado fue la esterilidad creativa y el descrédito del arte. Nada se diga de sus epígonos del siglo XXI. Sucede lo mismo que con el lenguaje: un bien común, que en ocasiones comparten muchos millones de personas, que el escritor transforma gracias al estilo en algo propio y singular. Pero llevar esta lógica hasta el fin –el Artaud terminal, por ejemplo- implica despeñarse en el abismo de la idiolalia y la literatura desaparece.

El problema es que en El viento de la Luna apenas hay trama y la acción se mantiene estática de principio a fin. Bajo el estilo demorado, a ratos minucioso, siempre preciso y cada vez más proustiano se encuentra un cuadro de costumbres sobre la vida de una pequeña localidad agrícola andaluza durante los años 60 del pasado siglo que mantiene con dificultad el interés del lector. Tampoco hay adecuación entre la escritura y el asunto, porque el intento de darle la vuelta a Proust y aplicar un estilo elevado a una realidad miserable no funciona.

La mayor virtud de Muñoz Molina se ha convertido así en el mayor enemigo de su obra narrativa: el estilo contra la novela, vieja máxima que raras veces deja de cumplirse. Escritores atenazados por la brillantez de una escritura que les impide narrar con destreza y novelistas de pura raza que tienen un estilo desaliñado y hasta tosco –quedan fuera los adictos a la “prosa sonajero”, en feliz expresión de Marsé- parten en dos la historia de la literatura de los últimos siglos. Se trata, como diría Pedro Salinas, de una cuestión de posología. La narración no puede someterse por completo al estilo deslumbrante del autor, porque exige contención y múltiples voces, momentos de intensidad y de caída –crestas y valles, en palabras de Vargas Llosa-, una prosa dúctil en lugar de esculpida y algo tan manido, y por ello quizá olvidado, como la adecuación entre fondo y forma. Surge entonces esa naturalidad, que otros llamarían estilo clásico, que pide Muñoz Molina, de la que lo aleja su escritura, que se encuentra en los más grandes -pongamos Borges y el Sebald de Los emigrados-, y al que se acerca quien escribió Beltenebros: “Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca”.

Sefarad lo dejó en un callejón sin salida. Él mismo se encontraba insatisfecho con el camino de la novela, quería hacer algo diferente, pero no sabía por dónde seguir. Estos años de silencio, que concluyen en El viento de la Luna, no han resuelto el problema.

Muñoz Molina es excelente persona y ciudadano ejemplar. Es quizá también el único escritor de hoy que actúa como guía para su generación, y se produce la paradoja de que quien podría ser gran novelista resulta más apreciado por los artículos sensatos, lúcidos y bien trabados, en los que la brillantez del estilo se somete a la necesidad de argumentar y probar, que por la obra literaria. Debería aplicar el mismo método a la novela.

Espero no tener que arrepentirme por estas líneas, porque las escribe –“en la alta noche, solo, con el vaso en la mano”- quien bien lo aprecia.

04 septiembre 2006

Vértigo en San Francisco

Como todos los platós de cine, la ciudad de San Francisco puede desaparecer en cualquier momento. Situada en plena falla de San Andrés, en la que entrechocan las placas tectónicas del Pacífico y del norte de América, está siempre a la espera del catastrófico terremoto que acabará con el lugar más bullicioso y atractivo de la costa oeste de Estados Unidos. La cuenta atrás empezó hace una década: según los expertos, la falla provoca seísmos devastadores cada 140 años, y el último ocurrió en 1857.

Aunque así sucediera, San Francisco permanecerá en el recuerdo. La bahía, las calles en tobogán, el puente Golden Gate, la prisión de Alcatraz han sido filmados una y otra vez como si fueran inmensos y fascinantes estudios cinematográficos. Alfred Hitchcock rodó allí y en los alrededores una decena de películas -Rebeca, La sombra de una duda, Psicosis, Los pájaros- y sobre todo hizo de ella el escenario de Vértigo, una de las obras maestras de la historia del cine.

Vértigo es en gran medida un “travelogue”, una película que encierra el relato de un viaje en el que –ha escrito Eugenio Trías- el pasado de los protagonistas es transferido al pasado de la ciudad. También el presente. El mismo Hitchcock fue muy consciente de ello: para presentar el filme recorrió con 125 periodistas los lugares en los que se rodaron los exteriores entre el 30 de septiembre y el 15 de octubre de 1957.

Han pasado casi 50 años y San Francisco ha cambiado. Han desaparecido escenarios, otros se han transformado y algunos, como el campanario de la Misión de San Juan Bautista, nunca existieron, pues fueron decorados que el viejo Hitch montó en los estudios de la Paramount en Hollywood.

Sin embargo, la San Francisco esencial se encuentra en la cinta, y recorrer la ciudad rastreando la trama no sólo resultará pasatiempo maravilloso para cinéfilos fetichistas, sino una buena forma de conocerla todavía hoy. De hecho, se publican planos y guías sobre el itinerario que siguió la obsesiva pasión del ex policía Scottie por la misteriosa Madeleine, porque sitios históricos, monumentos, rincones, edificios y calles desfilan desde la primera a la última secuencia.

Como el Golden Gate, a cuyos pies se encuentra Fort Point, lugar donde Madeleine se tiró al agua para fingir que acababa con su vida en una de las escenas más recordadas de la historia del cine, aunque bien es cierto que los suicidas de San Francisco prefieren lanzarse desde los 80 metros de altura del puente: lo intentan unos siete al mes. En realidad, ni Kim Novak –que en la película era Madeleine y era Judy- se sumergió en las heladoras aguas de la bahía, pues lo hizo un doble, ni el chapuzón se grabó allí, porque se escenificó en estudio. Hitchcock aprovechó para eliminar las rocas que bordean el agua y construir escaleras falsas que facilitaran la zambullida de James Stewart –que era el ex policía Scottie- para salvarla. A pesar de ello, los amantes de la vida en San Francisco, que son legión, consideran poco recomendable imitar a una y otro: las rocas invitan a desnucarse, los remolinos arrastran sin remedio hacia el Pacífico y los tiburones acechan de vez en cuando.

Fort Point fue el primer asentamiento de los españoles, que construyeron una base militar en 1794 para vigilar la bahía. El actual edificio de ladrillo, de mediados del XIX, perteneció al ejército hasta hace unos años, aunque ahora forma parte del área recreativa que rodea el puente colgante más famoso del mundo, el Golden Gate. Hace mucho que ya no es el más largo, ni el más alto, ni siquiera el mayor de San Francisco, pero fue siempre el más filmado y sigue siendo uno de los más hermosos. Cruzarlo a pie a uña de caballo lleva algo menos de media hora, y en cualquier época del año se puede pasar del aire transparente a la tupida niebla, del viento racheado al reluciente sol, porque en San Francisco nada hay más voluble que el tiempo.

El Palacio de la Legión de Honor –donde Madeleine iba a contemplar el retrato de su bisabuela Carlota Valdés- es otro de los edificios característicos. Hay incluso quien lo considera un buen museo, aunque los amantes del arte habrán conocido muchos otros de mayor interés en casi cualquier sitio. Se creó en 1920 y está situado en el parque Lincoln. Exhibe moldes de esculturas de Rodin, algo de arte moderno y multitud de obras salidas de los talleres de maestros de verdad. A cambio, merece la pena observar el rostro de decepción de quienes preguntan a los vigilantes del museo por el retrato de Carlota, que pintó John Ferren expresamente para la película y que desapareció hace tiempo.

Ha ocurrido lo mismo con el viejo Hotel McKittrick, donde Madeleine se alojaba con el nombre de su bisabuela Carlota. Nunca existió como tal. Era una mansión victoriana de estilo gótico con 20 habitaciones que se encontraba en el número 1007 de la calle Gough. Se derribó en 1959, un par de años después del rodaje, y el lugar lo ocupan hoy las pistas de tenis de un anodino edificio de apartamentos.

En cambio, sí era real el Hotel Empire, donde Scottie terminará de transformar a la dependienta Judy Barton en la fallecida Madeleine en una de las escenas más memorables de la historia del cine. Para fascinación de cinéfilos, el Empire subsiste aún y es perfectamente reconocible en el 980 de la calle Sutter, aunque ahora se llame Hotel York. Cuando Judy se hospedaba en él era de medio pelo, así que fue rehabilitado poco después de la filmación de la película y sus precios están hoy lejos de lo que ganan las empleadas de grandes almacenes. Desapareció de la fachada el letrero de neón de color verde, pero la habitación de Judy fue recreada por Hitchcock en los estudios inspirándose en la 501 y 502. Ahora reciben el nombre de “Vertigo rooms” y mantienen semejanza con la de la película.

Scottie vivía en una casita de clase media. Se encontraba en el 900 de la calle Lombard, haciendo esquina con la calle Jones, a continuación de uno de los tramos más empinados y llenos de curvas -la velocidad máxima permitida es de 5 kilómetros por hora- de San Francisco. La casa, que en el momento del rodaje estaba recién construida, aún existe y es perfectamente reconocible, aunque ha cambiado el color de puerta y paredes y la entrada está semioculta por árboles y plantas. Un letrero advierte que se vigila a los merodeadores.

Vértigo es también un profundo viaje al pasado hispánico de San Francisco, punteado por el ritmo de habanera que Bernard Herrmann introdujo como leitmotiv en la magistral banda sonora. Madeleine visitará la tumba de su supuesta bisabuela Carlota en el cementerio de la Misión Dolores, situada en pleno casco urbano, en la esquina de las calles 16 y Dolores. Se encuentra igual en la actualidad, con sus refulgentes paredes blancas y el aspecto de un fantasmal edificio hispánico en tierras americanas, por algo es el monumento intacto más antiguo de la ciudad a pesar de que no está preparado para los seísmos. Fue una de las 21 misiones que el mallorquín fray Junípero Serra creó en California. La fundó en 1776, fecha que marca el nacimiento oficial de San Francisco. El techo de la iglesia se apoya sobre los primitivos troncos de secuoya, atados entre sí con cuero no curtido, y las tumbas del cementerio, que se utilizó hasta 1890, acoge nombres hispánicos, aunque la mayoría de las inscripciones correspondan a fallecidos durante la fiebre del oro. La sepultura de Carlota, que se mantuvo tras el rodaje de Vértigo, desapareció al cabo de un tiempo porque atraía a más turistas que la propia misión.

Será en otra antigua misión española, la de San Juan Bautista, donde se desplomará por dos veces el amor de Scottie. Madeleine simulará que se tira desde la torre de la iglesia y Judy caerá desde ella al vacío en el enloquecedor final de la película.

La Misión de San Juan Bautista fue fundada en 1797 a unos 150 kilómetros al sur de San Francisco. Permanece casi igual no sólo a como se muestra en Vértigo, sino a como era un siglo antes: la iglesia –que es la más grande de todas las misiones-, las rollizas arcadas, el césped de la plaza, y sin la alta torre que nunca existió. Tiene enfrente otros dos edificios intocados y que el espectador reconocerá de inmediato. Los antiguos establos con carruajes y caballos de plástico que en su momento fueron reales, pues San Juan Bautista era lugar de descanso obligado para quienes hacían la ruta de Los Ángeles a San Francisco, y el Plaza Hall, viejo salón de baile donde se celebrará el juicio tras el falso suicidio de Madeleine. Para quienes aman lo siniestro, la misión ofrece también una plácida vista de la falla de San Andrés.

Muchas más imágenes asaltarán por doquier al visitante de San Francisco. Los apartamentos Brocklebank –donde vivía Madeleine-, que se construyeron en 1924 en Nob Hill, colina desde la que los antiguos millonarios disfrutaban de las mejores vistas de la ciudad. Union Square, la plaza en torno a la que se concentran grandes almacenes, tiendas de ropa, hoteles y teatros, y por cuyas cercanías deambulaba Scottie y donde finalmente conocerá a Judy Barton. La librería Argosy, que se montó en estudio inspirándose en otra auténtica llamada Argonaut que hoy se encuentra en el 786 de la calle Sutter y cuyo interior todavía recuerda a la de Hitchcock.

Gavin Elster, espoleta de una trágica trama para deshacerse de su mujer, la auténtica Madeleine, huirá tras decirle a Scottie: “San Francisco ha cambiado. Las cosas que me encantan están desapareciendo rápidamente”. Este es también el vértigo que, a prueba de terremotos, Hitchcock retuvo para siempre.

28 enero 2006

Comienzos memorables (7)

What can I hold you with?
I offer you learn streets, desperate sunsets, the moon of the ragged suburbs.
I offer you the bitterness of a man who has looked long and long at the lonely moon.
I offer you my ancestors, my dead men, the ghosts that living men have honoured in marble: my father's father killed in the frontier of Buenos Aires, two bullets through his lungs, bearded and dead, wrapped by his soldiers in the hide of a cow; my mother's grandfather -just twentyfour- heading a charge of three hundred men in Peru, now ghosts on vanished horses.
I offer you whatever insight my books may hold, whatever manliness or humour my life.
I offer you the loyalty of a man who has never been loyal.
I offer you that kernel of myself that I have saved, somehow -the central heart that deals not in words, traffics not with dreams and is untouched by time, by joy, by adversities.
I offer you the memory of a yellow rose seen at sunset, years before you were born.
I offer you explanations of yourself, theories about yourself, authentic and surprising news of yourself.
I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat.



¿Con qué te puedo retener?
Te ofrezco pobres calles, desesperados crepúsculos, la luna de los desharrapados suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria.
Te ofrezco mis antepasados, mis muertos, fantasmas que los vivos han honrado en el mármol: el padre de mi padre asesinado en la frontera de Buenos Aires, dos balas atravesaron sus pulmones, y barbudo y muerto fue envuelto en un cuero de vaca por sus soldados; el abuelo de mi madre que a los veinticuatro años comandó una carga de trescientos hombres en el Perú, ahora fantasmas sobre desvanecidos caballos.
Te ofrezco lo que pueda haber en mis libros, lo que pueda haber de hombría y de humor en mi vida.
Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal.
Te ofrezco la entraña de mi ser que de algún modo he preservado; el corazón central que no utiliza palabras ni trafica con sueños, intocado por el tiempo, por la alegría, por la adversidad.
Te ofrezco el recuerdo de una rosa amarilla, vista en el crepúsculo años antes de que nacieras.
Te ofrezco explicaciones acerca de ti misma, auténticas y sorprendentes novedades de ti misma.
Te puedo dar mi soledad, mis tinieblas, el hambre de mi corazón; estoy tratando de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota.

Jorge Luis Borges, Two English Poems, II (1934).

Diccionario de ideas recibidas: Folclore

Definición: Dícese del conjunto de costumbres, tradiciones populares y manifestaciones más o menos artísticas de un grupo de personas.

Escolio: El folclore es la fuente de la que se nutren, junto con la historia, los intentos de crear una legitimidad política que sustituya a la democrática. Aunque resulte risible, cuando alguien defienda que el Corán, la Biblia, los ritos aymara, la elegancia del bubú, el populismo, los tejemanejes del griot, las alegres melodías del txistu o las flatulencias de la fabada pueden ser la alternativa a la democracia, salga corriendo. La dictadura está en puertas.

Comentario: ¡Déjeme comer el cuscús en paz!

18 diciembre 2005

Arrabales del 68

El viejo antropólogo Claude Lévi-Strauss aún vive, pero nadie lo sabe. También se han muerto el psicoanalista Jacques Lacan, el crítico literario Roland Barthes, los filósofos Louis Althusser, Michel Foucault y Gilles Deleuze, el politólogo Raymond Aron y, mucho antes, el todoterreno Jean Paul Sartre, de quien este año se ha cumplido el centenario de su nacimiento sin que nadie se haya interesado ni en su obra literaria ni ensayística. Vive Alain Robbe-Grillet, pero el nouveau roman está enterrado hace mucho. Son sólo algunos de los grandes nombres que la cultura francesa exportó en los últimos 60 años. Todos ellos yacen sumidos en el olvido y la indiferencia, al igual que el cine, el arte y la música de un país que se alimenta a sí mismo pero que es incapaz de interesar más allá de sus propias fronteras.

Queda Michel Houellebecq (isla de Reunión, 1958), ingeniero agrónomo que se ha convertido en la nueva pasión francesa con sólo cuatro novelas: Ampliación del campo de batalla (1994), Las partículas elementales (1998), Plataforma (2001) y la recentísima La posibilidad de una isla (2005), que él mismo tiene previsto adaptar al cine y dirigir. También gracias a un proceso judicial absurdo por las declaraciones sobre el islam que, en plena borrachera, hizo para la revista Lire, así como por sus supuestas dotes proféticas. Como las que mostró en Plataforma, en la que describió un atentado islamista en la costa tailandesa que según los hagiógrafos anticipó el que se produjo en la isla de Bali en 2002.

Los intelectuales franceses están divididos. Un clásico de la izquierda como el semanario Le Nouvel Observateur lo acaba de incluir entre los nuevos reaccionarios que fascinan y repelen a un tiempo, al igual que los historiadores Hélène Carrère d’Encausse y Pierre-André Taguieff, el lingüista lacaniano Jean-Claude Milner, el político Nicolas Sarkozy y los filósofos André Glucksmann y Alain Finkielkraut.

Las cosas no son tan sencillas. Finkielkraut se declara “houellebecquiano decepcionado”, pues considera que tras el adiós a la humanidad de Las partículas elementales todos los libros de Houellebecq están condenados a ser apenas un post-scriptum. En cambio, lo apoyan estandartes de la izquierda como el ex ministro Jack Lang, la psicoanalista Elisabeth Roudinesco, el escritor Philippe Sollers, la revista Inrockuptibles y, ya sin izquierda ni derecha, la actriz Juliette Binoche. A las bibliotecarias tampoco les importa la orientación política, pero compran poco sus libros porque sigue sin ganar el Premio Goncourt y describe a las cincuentonas como celulíticas insatisfechas y deseosas d’amour fou. Igual que nosotras, dicen.

Los franceses saben que es el único de sus escritores que interesa en el exterior, y él mismo se encarga de recordárselo: “He comprobado muchas veces –decía este verano- que los extranjeros siguen esperando algo de Francia en literatura a pesar de décadas de decepciones. Siento que mi respuesta no sea modesta, pero cada vez que me encuentro con lectores de esos países (...) no me hablan de Sartre y de Camus.” Vamos, me hablan de mí mismo.

Sí, los libros de Houellebecq se venden bien en el exterior, aunque mucho menos que los de escritores insignificantes como Bernard Werber, Marc Levy o Yasmina Reza. Ha sido traducido a 36 idiomas y las grandes ventas se producen sobre todo en Alemania, Holanda y Gran Bretaña.

En España se venden unos 50.000 ejemplares de cada título, Javier Marías y Alejandro Gándara lo desprecian y su nuevo editor se ponía cursi este verano ante la prensa francesa: Houellebecq –afirmaba- “se preocupa auténticamente de lo que es actual con elegancia, ternura, audacia y humor.”

En sus novelas hay actualidad y audacia, sin duda, pero ni elegancia, ni ternura, ni humor. Actualidad y audacia se dan la mano en su obra para ajustar cuentas con la generación del 68, esa que domina las élites occidentales desde hace 40 años y que tras la careta de una hipotética revolución tan sólo oculta, dice Houellebecq, ansias de dinero y poder. Los sesentayochistas ya no dan más de sí, sus valores están en quiebra, y pese a ello siguen aferrados a sus privilegios. En parte, porque han fagocitado a las generaciones posteriores. Houellebecq, hijo del 68, lo sabe bien.

Hasta aquí, la argumentación resulta impecable. Sólo que la saludable obra de demolición a la que se ha lanzado coincide casi punto por punto con los valores que ataca. Los narradores de sus novelas se rebelan contra el 68, pero a la postre los personajes son meros sesentayochistas quebrados que se sienten víctimas del mundo que construyeron sus padres y en el que están condenados a permanecer: necesitan desplazar a los viejos y no saben para qué ni en nombre de qué. Eso es todo. Bueno, sí, y además es tarde. Porque los cuarenta y los cincuenta ya no son edades para cambiar nada. Houellebecq no es un enterrador. Es un epígono que merodea por los arrabales de mayo del 68.

La suya es una prosa eficaz. Tiene talento narrativo, aunque acuda siempre al recurso fácil de la primera persona. Dosifica hábilmente la intriga y las historias que cuenta son lineales pero también sugerentes. Él mismo lo explica así: “Yo me inscribo en la tradición de los escritores franceses que plantean preguntas al mundo de hoy y que no reniegan de la narración balzaquiana.” Bien, digamos que plantea afirmaciones rotundas y que la estela de Balzac se limita a guiños como el de la Esther de La posibilidad de una isla, construida sobre el personaje homónimo de Esplendores y miserias de las cortesanas balzaquiana.

Porque en Houellebecq fallan, de nuevo, los personajes. No construye individuos, sino iconos. Los protagonistas citan a Kant, Schopenhauer y Nietszche, especulan acerca de los avances científicos y reflexionan, a veces de forma sagaz, sobre el mundo contemporáneo. Por su parte, los personajes secundarios son emblemas de una generación, de un grupo social o incluso del hombre o la mujer sin más. Y unos y otros son máquinas de sexo encargadas de reconfortar al lector.

Aquí está el más inaceptable de sus trucos y el que en gran parte explica el extraordinario éxito que ha alcanzado, pues Houellebecq escribe novelas porno para la clase media ilustrada. La desmesura hormonal de sus personajes nada tiene que ver con la de muchos de los de Philip Roth: en este sirve para construir individuos más complejos, en Houellebecq es una feria obscena que se agota en sí misma. La clase media instruida necesita justificarse para consumir porno, así que entre una improbable felación en una piscina pública y un ilusorio polvo con una quinceañera negra siempre habrá un par de citas filosóficas, una disertación científica o una aguda disquisición sociológica, según la secuencia que el novelista y cineasta Yann Moix describe así: “paja – mecánica cuántica – paja.”

Houellebecq es un muy aceptable escritor, y lo prueba La posibilidad de una isla, novela excelente y la mejor de todas las suyas. Pero está muy lejos de resultar ese genio que buscan desesperadamente las letras francesas para recobrar oropeles perdidos. Tendrán que seguir esperando.

06 diciembre 2005

Corripio

Esta es una historia de terror. El domingo 20 de noviembre el periódico El País sorprendió a los lectores con la noticia de que el Diccionario de ideas afines, de un tal Fernando Corripio y publicado por la editorial Herder, injuriaba a los homosexuales. La razón era que bajo esta voz se ofrecían sinónimos tales como “pervertido, vicioso, depravado, anormal, desviado, corrompido, degenerado, pedófilo y puto”, según denunciaba la asociación de gays y lesbianas Casal Lambda. El asunto resultaba especialmente grave, porque en 2004 apareció la octava reimpresión y ya se habían vendido entre 20.000 y 30.000 ejemplares. El atribulado director de la editorial, Raimund Herder, aseguró al enterarse que suspendía la distribución de la obra, tal como pedía el Casal Lambda, que la retiraba de las librerías y que buscaba al autor para que revisara por completo el texto. También andaba tras él la periodista que firmaba la información, pero no lo había encontrado.

Cuatro días más tarde, el periódico La Razón tituló: “Piden a Corripio, muerto en 1993, que cambie la acepción de ‘homosexual’ en su diccionario”. Añadía que, según datos de la Asociación Colegial de Escritores, Fernando Corripio nació en Madrid el 16 de diciembre de 1928, pasó tres años y medio en Buenos Aires, cursó estudios de filología y lexicografía, era oficial de la marina mercante y había fallecido a la edad de 65 años.

Casi una semana después el diario El País publicó sin firma la aclaración, que ahora está disponible para todo el mundo en Internet y no sólo para los suscriptores, como ocurre con la primera noticia: “El autor del diccionario ‘Corripio’ murió hace 12 años”, decía el titular.

Afirmaba alguien que el español es una lengua de primera con diccionarios de tercera. El marasmo de la lexicografía española ha sido tal que apenas el Tesoro de Sebastián de Covarrubias, cuya primera edición es de 1611, el Diccionario de autoridades de 1726, el Diccionario crítico etimológico de Corominas, publicado en 1980, y alguno más merecen consideración.

El Corripio es un diccionario de sinónimos escaso y vetusto, pero a pesar de ello todavía resulta el menos malo. En realidad, el autor publicó cuatro títulos diferentes que ocultan la misma obra con pequeñas variantes: el Diccionario de sinónimos y antónimos (Larousse), el Diccionario de ideas afines (Herder), el Diccionario práctico, sinónimos y antónimos (Spes) y el Gran diccionario de sinónimos. Voces afines e incorrecciones (Ediciones B).

La cadena de disparates en torno al cadáver de un lexicógrafo aficionado resulta estremecedora. Fernando Corripio fue siempre despreciado por los lingüistas profesionales, pero elaboró la obra que ellos, con subvenciones y becarios, han sido incapaces de preparar. Vendió miles de ejemplares porque sus libros son más útiles que los de universitarios y académicos, y resulta sorprendente que los desconozcan quienes viven a costa de las palabras.

Otros en cambio tienen gran fe en ellas. Las palabras inspiran temor a los agitadores del nuevo pensamiento reaccionario, pues mantienen la firme creencia de que quienes controlan el lenguaje pueden modificar la realidad a su antojo. Lo han aprendido de sus antepasados, aquellos que censuraban la blasfemia, los juramentos y los tacos –tomo los tres sinónimos del Corripio- en nombre de valores aparentemente opuestos. En parte tienen razón. Tiranos y censores han asesinado, ofendido y estrangulado la libertad, pero nunca consiguieron liquidar ni una sola palabra. En ellas está el último reducto de la libertad del individuo.

El Once

El barrio del Once es uno de los más desastrados de Buenos Aires. El mismo centro, en torno a la plaza Miserere, parece haber sido bombardeado con saña hace 50 años y dejado en el olvido, y los innumerables comercios que asaltan las aceras del barrio recuerdan más a la Chinatown neoyorquina o a una medina magrebí que a la ciudad del viento. El Once no aparece con razón en ningún recorrido ni guía turística, pero sí en la crónica más infame de nuestros días, porque en 1994 un ataque contra la Asociación Mutual Argentina Israelita causó 85 muertos. El Once es el barrio judío de Buenos Aires, y todavía llora a sus muertos porque aquella matanza sigue sin aclararse.

Entre tanto abandono, ha encontrado a un escritor que le construya su épica. Es la épica de la vida cotidiana, de la gente que se divierte, trabaja, lucha por sobrevivir, se enamora, se casa, se divorcia, tiene hijos y se la pega a su marido mientras el narrador se mantiene en permanente estado priápico. Es gente como la de cualquier otra ciudad y país, sólo que está formada casi en exclusiva por judíos que apenas salen del barrio.

El escritor ha sabido convertir el destartalado Once en un lugar mítico, como Borges, Cortázar o Marechal hicieron antes con la propia Buenos Aires. Y lo ha logrado porque sobre las ruinas, los edificios desvencijados y el tráfago de la avenida Pueyrredón circula la vitalidad de docenas de personajes que crecen en edad y chaladura con él.

El escritor se llama Marcelo Birmajer, nació en Buenos Aires en 1966, es casi desconocido en España y no demasiado en Argentina a pesar de que lleva publicadas más de una docena de obras y cientos de artículos. En España ha aparecido la novela Tres mosqueteros (Debate, 2001) y sobre todo los cautivadores cuentos agrupados en Historias de hombres casados (Suma de Letras), Nuevas historias de hombres casados (Alfaguara), que es sin duda el mejor, y Últimas historias de hombres casados (Seix Barral). El desparpajo, el talento para contar historias y el sentido del humor han levantado en el maltratado Once uno de los espacios narrativos más estimulantes de la literatura hispánica actual.

Poética de la tontería (2)

"Pensar está algo sobrevalorado."

Malcolm Gladwell, autor de la obra Inteligencia intuitiva (Taurus). Cobra 30.000 euros por sesión para explicar a directivos de grandes empresas cómo pensar ágilmente y sin tanta ortopedia racional (ABC, 4.12.2005).

04 diciembre 2005

Diccionario de ideas recibidas: Minoría

Definición: Dícese de aquella parte de la población que impone de forma despótica sus ideas a los demás con el pretexto de que se les debe respetar.

Sinónimos: Víctimas. Marginados.

Escolio: Suelen constituir una pequeña parte del total, casi nunca superior al 10%, pero la cantidad no es elemento decisivo. Aunque forman organizaciones difusas (Manuel Castells las llamaría redes), las minorías de más éxito han adaptado estrategias desarrolladas por los viejos partidos leninistas. Su auge es inseparable de la "cultura de la queja" y de la nueva ortodoxia.

Comentario: ¡Date por jodido!

Diccionario de ideas recibidas: Heterodoxo

Definición: Explicación innecesaria de sí mismo que hace todo individuo que desee pertenecer a la más pura ortodoxia, en especial si se dedica a alguna actividad cultural: “Yo soy un heterodoxo.”

Sinónimos: “Yo soy muy poco políticamente correcto”. “Soy un provocador”.

Escolio: La heterodoxia consiste en la inversión mecánica de aquello que se cree que fue ortodoxo en algún momento de la Historia. Está al alcance de cualquiera, es fácil de usar y no compromete a nada, pues basta con decirlo. Eso sí, tenga cuidado, porque si le lleva la contraria a un heterodoxo corre el riesgo de escandalizarlo.

Comentario: ¡No lo repita tanto, ya lo sabemos!

Zum Wohl!

El escritor y ensayista Félix de Azúa publicó el 10 de noviembre en El País un artículo en el que, bajo el delicioso título de “Sólo quiero lo mejor para ti”, afirmaba que la música de Arnold Schoenberg es pasto de especialistas y sigue sin interesar a la gente: “Juzgue lo que quiera el experto –añadía-, en el caso de la música (como en el del teatro) quien decide es el público porque la música es un espectáculo.” Antes de dar una voltereta hacia el proyecto de Estatuto de Cataluña, que era lo que le interesaba, formulaba la traducción política de su tesis: cuando la importancia de algo no la determinan quienes la financian y sufren, sino los expertos, estamos ante un rasgo típico de la tradición autoritaria europea.

El artículo de Azúa ha merecido dos enojadas cartas de repulsa de sendos compositores. La primera, elaborado ejemplo de analfabetismo funcional, jugaba tan sucio que sólo produce repugnancia: “El hecho de denominar Mesías a una persona que como Schönberg fue perseguido por los nazis por, entre otras cosas, ser de origen judío, me parece de un gusto, cuanto menos, torpe.”

La segunda, firmada por un compositor que enseña en Alemania, tildaba a Azúa de ignorante y de propagandista de ideas de supermercado, para aportar luego un suculento tratado de estética que se resumía en esta frase: “Todo arte exigente y excelente no es en principio para mayorías, siempre ha sido así.” Frase tan memorable se redondeaba con la afirmación de que las grandes masas (¿habrá masas pequeñas o tal vez de tamaño medio?) no aceptan al principio un arte de creación (los amantes de Schoenberg disfrutan con las redundancias, claro) comprometido y difícil como el de Mallarmé, Joyce y Mondrian, porque es una forma de transmisión del conocimiento y no sólo mera diversión o espectáculo.

Como aún soy mucho más ignorante que Azúa, nunca me he enterado de qué tipo de conocimientos transmite una sucesión de sonidos más o menos armónicos (lo siento, admiradores de Schoenberg, no se me ocurre otra palabra), ni tampoco que Mallarmé, Joyce y Mondrian sean hoy ávidamente leídos y admirados por las masas.

Y aún menos de que “siempre ha sido así”. Quizá todo el mundo sepa, pero no yo, que los griegos ignoraron olímpicamente a Homero, Sófocles y Aristófanes; que en la España del siglo XVII nadie oyó hablar de un tal Lope de Vega, nadie leyó el Quijote ni disfrutó con las maldades en verso y prosa de Quevedo; que, por la misma época, los teatros ingleses permanecían vacíos cada vez que programaban obras de un tal Shakespeare, lo mismo que ocurría en Francia con otro dramaturgo llamado Molière; que el siglo XVIII fue un desastre, porque nadie disfrutó con la música de Mozart y en Francia nadie se enteró de lo que escribían gentes como Rousseau o Voltaire, así que sus ideas apenas influyeron en la revolución de 1789; ¿y qué decir de Balzac, Stendhal y Flaubert casi un siglo más tarde? Nada, ignorados por todos, igual que Dickens en Gran Bretaña y Dostoiewski y Tolstoi en Rusia. ¿Y Wagner, a quien sólo un melómano como Luis II de Baviera le hizo caso?

Sin ir más lejos, en la España del XIX nadie oyó hablar de un tal Galdós y sólo la simpleza de Unamuno y Ortega –lo explicaba hace poco en el diario ABC ese faro de la inteligencia y el rigor llamado Eduardo Subirats- hizo que esos tipos fueran rápidamente conocidos. Igual que aquellos poetas de supermercado que tan bien supieron comercializar la mercancía bajo la etiqueta de Generación del 27. ¿Y Borges, un completo desconocido 20 años después de su muerte? ¿Y qué decir de un director de cine como Alfred Hitchcock, conocido sólo porque hacía películas de serie B?

Está todo tan claro que para qué seguir. ¡Benditas cartas a los periódicos, qué bien explican nuestra indigencia! Menos mal que esta vez las copas las pagan en Alemania. Prost!, o mejor dicho Zum Wohl!

01 noviembre 2005

Comienzos memorables (6)

"A: Primera letra en orden cerca de todas las naciones que usaron caracteres, como nos consta de hebreos, árabes, griegos, latinos y los demás; y esto por ser simplicíssima en su prolación. Los latinos dizen a, los griegos alpha, los hebreos aleph, los árabes aliph, los fenices alioz, el indio alephu. Y assí es la primera que el hombre pronuncia en naciendo, salvo que el varón como tiene más fuerça dize A, y la hembra E; en que parece entrar en el mundo lamentándose de sus primeros padres Adán y Eva. Llamóse letra vocal, porque sin ayuda de los demás instrumentos con que se forman las letras, se pronuncia; así ella como las demás vocales que se le siguen en orden, yendo apretando y recogiendo la boca, y formando el golpe del aliento, el de la A libre, el de la E cerca de los dientes, el de la I en el paladar alto, el de la O algo más retirado y el de la U en el paladar, acabando de cerrar los labios; y todas las cinco vocales, o con el espíritu tenue, o con el áspero. La simplicidad de la letra A es tanta, que no se niega su pronunciación a los mudos, los quales con sola ella, ayudándose del tono, del semblante, del movimiento de manos, pies, ojos y todo su cuerpo, nos dan a entender en un momento lo que los muy bien hablados no podrían con muchas palabras; y assí se aprovechan dellos muchos señores en el servicio, cerca de sus personas; porque con sola una seña que les hagan, están al punto en lo que se les manda, y juntamente por su camino son más parleros que picazas."

Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española (1611).

31 octubre 2005

Comienzos memorables (5)

“Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.”

Julio Cortázar, Casa tomada (1951)

Desesperadamente muertos

Se acerca el 20 de noviembre de 2005, un día tan anodino como cualquier otro. No lo será para los políticos y los intelectuales españoles, pues desenterrarán a los muertos por que hay que construir el futuro.

Recordarán que en esa misma fecha de hace 30 años murió el general Franco, un militar mediocre que cayó en el olvido apenas enterrado. Será sólo el anticipo de la orgía necrofílica que se producirá el próximo año, cuando se cumpla el setenta aniversario del comienzo de la guerra civil. A modo de esperpento, el calendario de mesa de 2006 de una institución cultural pública reproducirá mes a mes fotogramas de películas sobre la guerra.

Dirán que hay que exorcizar los fantasmas del pasado para construir el futuro, sin reparar en que el conjuro se hizo en su momento y se llamó Transición, algo que parece no contar ya. Las paradojas se acumulan y no se sabe qué resulta más patético, si la falta de ideas o la idea misma de que el futuro se levante sobre los cadáveres del franquismo y la guerra civil.

El pasado es uno de los más poderosos venenos que los intelectuales han inoculado en la sociedad contemporánea. Lo que empezó con una deliciosa construcción literaria llamada psicoanálisis, que remitía a la niñez como fundamento último del destino y que sólo los adolescentes y los amantes de la literatura podían tomar en serio, se ha convertido en plaga devastadora.

La idea de pasado es difícil de entender. Los niños tienen grandes dificultades para comprender la cronología histórica, así que mezclan alegremente a Bill Clinton con Cleopatra y sitúan con aplomo a Stalin en la Edad Media. No es sólo ignorancia, sino que hace falta pasado personal para concebir el pasado colectivo, que a su vez se transforma en Historia cuando no afecta de forma directa a nuestro presente. Esta es la clave. El pasado se ha convertido en sinónimo de causa y por lo tanto resulta imprescindible retroceder una y otra vez para encontrar las razones de lo que ahora ocurre. En cambio, las reconstrucciones que llevan a cabo los historiadores permiten sacar cuantas lecciones se quiera para el presente y el futuro sin necesidad de que el pasado nos aplaste. Los miserables de la tierra nunca han tenido Historia.

También existe el pasado para los escritores, porque ellos saben que la memoria es el territorio más fértil de la fantasía. Decía Spinoza en la proposición 44 de la primera parte de la Ética que la razón percibe las cosas como necesarias, mientras que sólo depende de la imaginación el contemplarlas como contingentes tanto respecto del pasado como del futuro. Los escritores, los músicos, los arquitectos, los cineastas, los ensayistas, los pintores y los cantantes de ópera que decidieron convertirse en intelectuales han extrapolado a la vida colectiva el mundo en el que desarrollan su trabajo, y hoy resulta casi imposible entender que el pasado existió pero no existe. Los políticos les han seguido el juego. Se han apropiado de la contingencia y han convertido la imaginación histórica –una contradicción en los términos- en justificación de sus acciones. Max Weber comparó al político y al científico. Hoy no le quedaría más remedio que comparar al político y al poeta.

El 20 de noviembre se desenterrará el cadáver del general mediocre para justificar las estupideces que se cometen y no enfrentarse a un futuro que produce vértigo porque nos sabemos al final de una etapa. Si los problemas ocurrieron en el pasado, nada grave puede suceder. Pero el impulso que comenzó con la Transición se ha agotado, y los herederos más insensatos quieren sacar cadáveres de las tumbas para que pase desapercibido que están dilapidando la herencia. Sólo que, cuando se desentierra a los muertos, los vivos ocupan su lugar en la sepultura. Y, sin darse cuenta, estarán desesperadamente muertos.

21 junio 2005

Diccionario de ideas recibidas: Respeto a las ideas

Definición: Apelación que hace habitualmente un interlocutor cuando se siente incapaz de argumentar sus ideas con cierta coherencia. La usan sobre todo quienes profesan las dos ideologías fuertes en el mundo de hoy: el fundamentalismo religioso y el nacionalismo.

Frase lexicalizada: “¡Tengo derecho a que se respeten mis ideas!”

Escolio: Se trata de la forma actual que adopta la censura, la intransigencia y la más profunda de las actitudes reaccionarias. Las ideas se discuten, se ponen en tela de juicio y hasta se trituran, pero jamás merecen el más mínimo respeto. Es conveniente que este se reserve para las personas, porque lo contrario -respetar las ideas y despreciar a los seres humanos- conduce al desastre.

Comentario: ¡Miedo me da!

13 junio 2005

Comienzos memorables (4)

1. Por causa de sí entiendo aquello cuya esencia implica la existencia, o sea, aquello cuya naturaleza no se puede concebir sino como existente.

2. Se llama finita en su género aquella cosa que puede ser limitada por otra de la misma naturaleza. Por ejemplo, se dice que un cuerpo es finito, porque siempre concebimos otro mayor. Y así también un pensamiento es limitado por otro pensamiento. Pero un cuerpo no es limitado por un pensamiento ni un pensamiento por un cuerpo.

3. Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto no necesita el concepto de otra cosa, por el que deba ser formado.

4. Por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe de la sustancia como constitutivo de su esencia.

5. Por modo entiendo las afecciones de la sustancia, o sea, aquello que es en otro, por medio del cual también es concebido.

6. Por Dios entiendo el ser absolutamente infinito, es decir, la sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita.

Explicación: Digo absolutamente infinito, y no en su género, porque de aquello que sólo es infinito en su género podemos negar infinitos atributos; en cambio, si algo es absolutamente infinito, pertenece a su esencia todo lo que expresa esencia y no implica negación alguna.

7. Se llamará libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar. Necesaria, en cambio, o más bien coaccionada, aquella que es determinada por otra a existir y a obrar según una razón cierta y determinada.

8. Por eternidad entiendo la existencia misma, en cuanto se concibe que se sigue necesariamente de la sola definición de una cosa eterna.

Explicación: Pues tal existencia se concibe como una verdad eterna, lo mismo que la esencia de la cosa; y, por tanto, no se puede explicar por la duración o el tiempo, aunque se conciba que la duración carece de principio y de fin.”

Baruj Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (1677). Traducción de Atilano Domínguez

10 junio 2005

Diccionario de ideas recibidas: Yo

Definición: Persona famosa en los últimos 200 años gracias a los poetas, pues es la única que utilizan.

Lecturas prohibidas: Toda la poesía posterior al Romanticismo (hay alguna excepción, que se menciona más abajo).

Lecturas recomendadas: Toda la poesía anterior al Romanticismo (hay excepciones, pero en general merecen la pena). Los Cantos de Ezra Pound.

Comentario: ¡Y a mí qué me importa!

09 junio 2005

Diccionario de ideas recibidas: Aburrido

Definición: Grado máximo de degradación estética, moral, social, política y profesional en la sociedad contemporánea.

Axioma: Nada vale si lo consideras aburrido.

Antónimo: Divertido.

Escolio: No afecta a la economía.

Escolio histórico: En lugar de aburrido, antes se empleaban términos ya en desuso, como malo, grotesco, defectuoso y falso.

Comentario: ¡Qué pesadez de aburrimiento!

08 junio 2005

Diccionario de ideas recibidas: Divertido

Definición: Máximo criterio estético, moral, social, político y profesional en la sociedad contemporánea.

Axioma: Todo vale si lo consideras divertido.

Antónimo: Aburrido.

Escolio: No afecta a la economía.

Escolio histórico: En lugar de divertido, antes se empleaban términos ya en desuso, como bueno, bello, valioso y verdadero.

Comentario: ¡Qué divertido es Macbeth!

07 junio 2005

Diccionario de ideas recibidas: Intelectuales

Definición: Dícese de los individuos que cuentan historias de forma amena; que dibujan y pintan con buen pulso figuras, formas o colores; que saben mucho de un par asuntos; que poseen gran capacidad pulmonar para emitir gritos controlados; que manejan con habilidad algún instrumento sonoro; que representan o imitan de forma convincente a otras personas; que bailan con elegancia y elasticidad.

Afición común: Opinan de forma compulsiva sobre cualquier asunto, en especial si se trata de política. Consideran que el resto de la gente está obligada a hacerles caso.

Demografía: Constituyen el 37,4% de la población del planeta.

Escolio histórico: Surgieron como grupo en 1898, tras el asunto Dreyfuss. En el siglo XX, justificaron con ardor las diversas variantes del comunismo, así como el nazismo, el fascismo y los nacionalismos. Se sienten orgullosos de haber acertado siempre.

Comentario: ¡Maldita sea la hora!

06 junio 2005

Diccionario de ideas recibidas: Arte contemporáneo

Definición: Dícese de aquello que llamaban arte en la Antigüedad contemporánea -en especial a partir de un tal Marcel Duchamp- unos sujetos que se denominaban a sí mismos artistas. En la Postcontemporaneidad el término ha evolucionado para designar aquello que denominan arte los comisarios de exposiciones.

Visitas prohibidas: Todas las galerías de arte contemporáneo. Casi todos los museos de arte contemporáneo.

Relaciones prohibidísimas: Todos los comisarios de exposiciones, en especial si tienen labia, barba y barriga en abundancia –nótese que el complemento circunstancial, también llamado suplemento por algunos lingüistas, afecta a los tres sustantivos- o labia, pelo de color bermellón y caderas de diosa de la abundancia. El tercer sexo combina los atributos antes mencionados.

Visitas recomendadas: Museo del Prado. Museo Pergamon de Berlín.

Lectura recomendada: Diccionario de las artes, de Félix de Azúa.

Escolio: La afición al arte contemporáneo tiene difícil tratamiento. Los síntomas más comunes se manifiestan en forma de verborrea, analfabetismo funcional, abundancia de viajes a Nueva York, vestimenta kitch, confusión entre pintura y diseño, asistencia tenaz a performances, gregarismo militante, devoción por algún teórico que sólo conoce el grupo al que se pertenece y repugnancia ante todo lo que el teórico-comisario no designe como arte.

Advertencia para los padres: Vigile de cerca a su hijo, puesto que esta patología interrumpe en la dolescencia el desarrollo de la personalidad.

Comentario: ¡Jodíos bromistas!

27 mayo 2005

Diccionario de ideas recibidas: Silencio

Definición: Término usado por escritores y, en especial, poetas para justificar su absoluta falta de talento. Se utiliza en frases como “mi poesía es un proceso de despojamiento paulatino, porque la verdad culmina en el silencio” o “mi obra trata de expresar lo inexpresable –sí, los más cursis dirán lo inefable- y conduce irremediablemente al silencio”.

Consejo: Si un escritor es incapaz de expresarse conviene que se dedique a alguno de los múltiples oficios que ofrece la sociedad actual, aunque se recomienda encarecidamente el de informático. En los ratos libres deberá ejercitarse en el noble arte de la redacción escolar. Sólo estará en condiciones de escribir cuando compruebe que dice lo que quería expresar.

Lecturas prohibidas: las Obras completas de Nietzsche; el Tractatus de Wittgenstein; toda la poesía posterior al Romanticismo (hay excepciones, pero son escasas y conviene no perder el tiempo).

Lecturas recomendadas: una docena de sonetos de Quevedo; Luz de agosto, de William Faulkner; Pedro Páramo, de Juan Rulfo.

Comentario: ¡Cállese, por Dios!

26 mayo 2005

Comienzos memorables (3)

“Corría el verano de 1998 cuando mi vecino Coleman Silk, quien, antes de retirarse dos años atrás, fue profesor de lenguas clásicas en la cercana Universidad de Athena durante veintitantos años y, a lo largo de dieciséis de ellos, actuó también como decano de la facultad, me dijo confidencialmente que, a los setenta y un años de edad, tenía relaciones sexuales con una mujer de la limpieza que contaba treinta y cuatro y trabajaba en la universidad. Dos veces a la semana la mujer limpiaba también la oficina de correos rural, una pequeña cabaña de grises tablas de chilla que evocaba el refugio de una familia okie, como se conoce a los trabajadores agrícolas migratorios, procedente de la región seca del sudoeste, allá por los años treinta y que, solitaria y con aspecto de abandono frente a la gasolinera y la única tienda del pueblo, exhibe la bandera norteamericana en el cruce de las dos carreteras que constituye el centro comercial de esta localidad en la ladera de una montaña.”

Philip Roth, La mancha humana (2000). Traducción de Jordi Fibla

25 mayo 2005

Vuelva a los clásicos

La noche de 9 al 10 de abril de 1992 el redactor jefe de cierre del diario El País decidió que el resultado de las elecciones británicas estaba claro: habían ganado los laboristas. Eran las dos de la mañana. Confeccionó el titular y el texto para la primera página y se fue a casa. Al día siguiente descubrió que el vencedor era el conservador John Major y que El País había sido probablemente el único periódico del mundo que se había equivocado. “Estoy acabado como periodista”, ha contado que se dijo a sí mismo.

Sin embargo, el Grupo fue generoso. Primero lo nombró director editorial de Alfaguara y posteriormente director de Comunicación de Santillana, y siempre hombre orquesta de los grupos Prisa y Santillana. Hasta el próximo martes. Porque al día siguiente, miércoles 1 de junio, se reincorporará al periódico como adjunto al director y con despacho propio.

Durante estos años ha sido pieza fundamental en el liderazgo intelectual de Prisa, que en el fondo constituye la clave sobre la que se apoya el éxito empresarial y la influencia social y política del Grupo. Hijo de camionero y analfabeta, hiperactivo –ayer mismo participó en tres actos públicos- y caótico, acusado de pelotas oficial de Juan Luis Cebrián por la redacción de El País, el periodista fracasado ha sido el responsable de atraer y pastorear a los Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Pérez Reverte, Javier Marías y tantos otros que son mucho más que meros adornos, porque el Grupo fue el primero en descubrir que en la sociedad de la información la cultura es uno de los negocios más rentables.

¿Qué ha pasado? Eso, justamente: el fracaso de María Luisa Blanco al frente de Babelia, el suplemento cultural del periódico; el caso Echeverría; la incapacidad del director adjunto Lluís Bassets para conectar con el mundo de la cultura; la aparición del nuevo suplemento cultural del diario ABC, a cuya frente está alguien con un perfil profesional y personal muy parecido al del periodista fracasado; y, en definitiva, el temor a que se resquebraje el entramado sobre el que se asienta el Grupo. En tiempos de turbación, vuelva a los clásicos.

Por cierto, nuestro clásico se llama Juan Cruz.

22 mayo 2005

Malditos de opereta

Aparece un libro sobre Eduardo Haro Ibars (E. H. I., los pasos del caído, de J. Benito Fernández, ed. Anagrama), poeta, hijo del periodista Eduardo Haro Tecglen y muchas cosas más, pero sobre todo vividor maldito del underground español.

Murió de sida en 1988, tras haber derrochado talento y mala leche entre familiares y amigos. Eduardito había pasado la infancia y juventud en el fascinante Tánger de los años 50 y 60, donde su padre dirigía el diario España y por donde recalaban en busca de carne fresca William Burroughs, Truman Capote y el matrimonio Bowles. Se trasladó después al Madrid del ocaso franquista, y en ese ambiente opresivo pero benevolente con los cachorros más listos de la clase media ilustrada decidió ir a la contra porque se sentía hastiado de su tiempo y superior a los demás.

Demasiado fácil. Su caso es semejante al de muchos otros, que bendecidos por la comodidad familiar, la inteligencia y el encanto personal se dedicaron a jugar al malditismo hasta que el propio juego los arrastró por un camino sin retorno. Le ha ocurrido a Leopoldo María Panero, que no por casualidad ha tenido el mismo biógrafo y que en la película El desencanto ponía precisamente como ejemplo de maldito de buena familia a Eduardo Haro. Alberto Cardín, quizá el tipo de más talento que circuló por la España de los años 70 y 80, lo explicó una vez: “Hay que saber morirse a tiempo”.

De acuerdo, pero no basta. El último gran maldito fue Rimbaud, que abandonó a Verlaine y la poesía para dedicarse al tráfico de armas, el contrabando y la explotación sexual en África, y que destruyó su vida a conciencia porque se sabía un canalla que nada bueno podía esperar de sí mismo. Los malditos de opereta, que se suceden desde entonces, pretenden demostrar algo muy diferente: que nada hay más lamentable que su propia desaparición. Que lo disfruten.

13 mayo 2005

Comienzos memorables (2)

“En enero de 1984 me llegó de S. la noticia de que Paul Bereyter, que fuera mi maestro en la escuela primaria, había puesto fin a su vida en la noche del 30 de diciembre, es decir, una semana después de cumplir los setenta y cuatro años, tendiéndose en la vía del tren a las afueras de S., allí donde la línea férrea sale del bosquecillo de sauces describiendo una gran curva para ganar el campo abierto. El artículo necrológico publicado en la gaceta local, titulado “Duelo por un conciudadano querido”, que me habían adjuntado a la misiva, no hacía alusión alguna al hecho de que Paul Bereyter se hubiera quitado la vida por decisión propia u obedeciendo a un impulso autodestructivo irrefrenable, y no hablaba más que de los méritos del malogrado maestro de escuela, de las atenciones que prodigaba a sus alumnos, muy por encima de lo que era su obligación, de su amor por la música, de su rica fantasía y de otras cosas por el estilo. En un lacónico comentario, el artículo decía también que el Tercer Reich había privado a Paul Bereyter del ejercicio de su profesión de maestro. Esta constatación, tan fría y tan seca, junto con la forma trágica de su muerte, fueron la causa de que en el curso de los años siguientes me ocupara mentalmente cada vez más a menudo de Paul Bereyter, hasta que al final me propuse rastrear su historia, para mí desconocida, más allá de mis propios y muy entrañables recuerdos que guardaba de él.”

W. G. Sebald, Paul Bereyter (1993). Traducción de Teresa Ruiz Rosas

12 mayo 2005

El rapto de las Ideas (parábola infantil)

Se cuenta que los Balbuceos vivían desde hacía siglos en el valle y las Ideas en lo alto de la montaña. No se conocían, y sólo en raras ocasiones se habían visto a lo lejos. Un observador todopoderoso e imparcial describiría a los Balbuceos como brutales, zafios y decididos y a las Ideas como fanáticas, refinadas y pusilánimes. Los Balbuceos se sentían profundamente desgraciados porque se sabían torpes para afrontar empresas que los llevaran más allá del angosto valle. Pese a su altanería, las Ideas tampoco se sentían felices, porque eran incapaces de vivir fuera de la colina, aisladas del mundo y sometidas a fuertes vientos. Las leyendas que circulaban acerca de unos y otras insistían en la vieja maldición de que cualquier contacto entre sí significaría el fin de ambos pueblos.

Resulta difícil encontrar la auténtica razón, pero parece que tras una noche de desasosiego y de terror ante el destino los Balbuceos subieron a lo alto de la montaña, atacaron a las Ideas y raptaron a las mujeres jóvenes. Nada se supo de ellas durante algunos años. Hasta que un día un grupo de Ideas se armó de valor y descendió al valle para, con la destreza de que sólo ellas eran capaces, recuperar a las mujeres. Se encontraron con que las jóvenes habían dejado ya de serlo y no querían regresar a la cumbre. Se habían mezclado con los Balbuceos, y por la colina correteaban multitud de niños a los que los llamaban Palabras. Parecían felices.

11 mayo 2005

Preguntas tóxicas (2)

¿Cuál es el nombre de la persona que Jesús de Polanco, presidente del Grupo Prisa, presentó ayer a varios invitados a la entrega de los premios Ortega y Gasset de periodismo como "el mejor director de suplementos culturales de España"?

Aclaración innecesaria: no se llama Marisa Blanco, actual responsable de Babelia, suplemento cultural del diario El País.

Caminos paralelos

1. “François Truffaut: Precisamente las escenas que prefiero [de Vértigo] son aquellas en las que James Stewart lleva a Judy a la modista para comprarle un traje idéntico al que llevaba Madeleine, el cuidado con el que él le elige los zapatos, como un maniático...

Alfred Hitchcock: Es la situación fundamental de la película. Todos los esfuerzos de James Stewart para recrear a la mujer, cinematográficamente son presentados como si intentara desnudarla en lugar de vestirla. Y la escena que más me interesa es cuando la muchacha vuelve después de haberse teñido de rubia. James Stewart no está completamente satisfecho, porque no se ha peinado el cabello formando un moño. ¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que está casi desnuda ante él, pero se niega a quitarse la braguita. Entonces James Stewart se muestra suplicante y ella dice: “Está bien, de acuerdo”, y vuelve al cuarto de baño. James Stewart espera. Espera que ella vuelva desnuda esta vez, dispuesta para el amor.”

François Truffaut, El cine según Hitchcock (1966)



2. “Escribir una novela es una ceremonia parecida al strip-tease. Como la muchacha que, bajo impúdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos, el novelista desnuda también su intimidad en público a través de sus novelas. Pero, claro, hay diferencias. [...] En un strip-tease la muchacha está al principio vestida y al final desnuda. La trayectoria es inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido. Las experiencias personales (vividas, soñadas, oídas, leídas) que fueron el estímulo primero para escribir la historia quedan tan maliciosamente disfrazadas durante el proceso de la creación que, cuando la novela está terminada, nadie, a menudo ni el propio novelista, puede escuchar con facilidad ese corazón autobiográfico que fatalmente late en toda ficción. Escribir una novela es un strip-tease invertido y todos los novelistas son parabólicos (en algunos casos explícitos) exhibicionistas.”

Mario Vargas Llosa, Historia secreta de una novela (1971)

10 mayo 2005

Diario de un adolescente

El periodista polaco Ryszard Kapuściński (Pińsk, 1932) ha descrito el ocaso de la Etiopía de Haile Sellasie en El emperador, el de la Unión Soviética en El Imperio y la permanente catástrofe de África en Ébano. Son crónicas que entrelazan la gran historia con las historias de las pobres gentes. Son obras maestras.

En España han comenzado a aparecer sus cuadernos de notas a los que llama, de forma un tanto extravagante, “lapidarium”. Porque el término no se refiere aquí a lápidas, ni a museos de epigrafía, ni siquiera a libros dedicados a los minerales, sino –dice- al lugar donde se depositan fragmentos de estatuas y de edificaciones con los que no se sabe qué hacer. Será en Polonia.

En Lapidarium IV se amontonan, en efecto, recuerdos de viajes, reflexiones de medio pelo, citas de libros y periódicos, comentarios bondadosos, así como mala, mucha mala literatura: “Por la mañana, las delgadas y desnudas ramas de los árboles barren un cielo gris, inmóvil, plomizo. Sombrío pinta el día”. Los cuadernos de notas del corresponsal avezado pueden ser como el diario de cualquier adolescente.

Sólo que, de vez en cuando, surge el gran periodista y en apenas veinte líneas traza un perfil soberbio del candidato Gerhard Schröder, elegante, maquillado de manera discreta y con una fuerza biológica interior indómita que no acepta más órdenes que las de los fotógrafos y los cámaras de televisión: “Incluso parecía un poco decepcionado –concluye- cuando se apagaron los focos y los flashes, y cuando los operadores, después de guardar sus cámaras de filmar y de hacer fotos, se habían marchado a toda prisa.”

Kapuściński rinde tributo a la poética del fragmento, porque –afirma Octavio Paz en la cita con la que se abre el libro- constituye la forma que mejor refleja la realidad en movimiento que vivimos. Cabe otra posibilidad: que se haya convertido en confesión involuntaria de la incapacidad para elaborar discursos sostenidos y potentes.

Lapidarium IV es también testimonio de lo que va de ayer a hoy. Kapuściński redactó sus notas entre 1997 y 1999, y apenas seis años después parecen escritas en un mundo lejano y exótico: el de los incoherentes, deshilvanados y felices años noventa del pasado siglo.

Comienzos memorables (1)

“Era el final de una de esas tardes lluviosas, cuando la sección de juguetes de Wollworth, en la Quinta Avenida, está colmada de mujeres de quienes uno sospecha que fueron sorprendidas cometiendo adulterio y que ahora van a comprar un regalo para llevar al hijo menor. Esa tarde estaban allí ocho o diez de esas mujeres –vivaces, vibrantes y bien vestidas-, con el aire dolorido de mujeres de las que poco antes abusó un rufián en el cuarto de un hotel, y que ahora vuelven a casa y al afecto de su tierno hijo. Charlie Mallory, que salía de la sección de ferretería, donde había comprado un destornillador, fue quien llegó a esta conclusión. No estaba pensando en términos morales; concibió esa fórmula general sobre todo para conferir un poco de sentido y de color a la lasitud de una tarde lluviosa. En su oficina el día pasaba lentamente. Después del almuerzo se había dedicado a reparar un archivador. De ahí el destornillador. Después de formular su conjetura, examinó con más atención los rostros de las mujeres y le pareció que hasta cierto punto se confirmaba su fantasía. ¿Qué si no los regodeos y las angustias del adulterio podían originar en ellas una expresión tan espiritual y llorosa? ¿Por qué suspiraban tan hondo mientras manipulaban los juegos de la inocencia? Una de las mujeres llevaba un abrigo de piel parecido a uno que él había comprado a su esposa Mathilda en Navidad. Prestó más atención, y vio que no sólo era el abrigo de Mathilda, sino la propia Mathilda.”

John Cheever, La geometría del amor (1973). Traducción de Aníbal Leal

09 mayo 2005

La madre de Sócrates

El viejo filósofo publica un nuevo libro. Se titula El mito de la felicidad, y resulta fácil prever lo que ocurrirá: se venderán varias ediciones, el autor será invitado a pronunciar incontables conferencias y ningún suplemento, revista cultural ni crítico de renombre se ocupará de él.

Sucede así desde hace muchos años, y en el fondo no resulta extraño. Porque, ¿qué le parecería si alguien le dijera que el valor intrínseco de la ópera es prácticamente nulo, ya que el atletismo vocal de un divo tiene la misma importancia que el atletismo muscular de un levantador de pesas? ¿Y si añadiera que la cultura selecta es el opio del pueblo? ¿O que no hay libertad de opinión, sino de expresión? ¿O que la ciencia no es cultura? Lo desconcertante es que estas frases sueltas no proceden de titulares periodísticos, sino de uno de los sistemas filosóficos más innovadores y potentes que se construyen en la actualidad.

Alguien ha descrito así al viejo filósofo: posee profundos y enciclopédicos conocimientos; trenza con hilos diferentes y en apariencia inconexos un razonamiento impecable donde al final todo encaja; y, sobre todo, ve cualquier cosa de manera distinta a los demás.

Desde que en 1970 apareciera El papel de la filosofía en el conjunto del saber, ha abordado los más diversos campos de la filosofía: la ontología en los Ensayos materialistas; la filosofía de la religión en El animal divino; la filosofía política en el Primer ensayo sobre las categorías de las ‘Ciencias Políticas’, en el Panfleto contra la democracia realmente existente, en El mito de la izquierda y en La vuelta a la caverna; la teoría de la ciencia en los cinco de los quince volúmenes previstos de la Teoría del cierre categorial; la filosofía moral en El sentido de la vida; la filosofía de la cultura en El mito de la cultura; y la filosofía de la historia en España frente a Europa. Son sólo algunos ejemplos.

El viejo filósofo no da facilidades, y pese a ello algún libro va ya por la séptima edición. Es conveniente comenzar por el opúsculo ¿Qué es la filosofía?, en cuyas algo más de cien páginas todavía resuena el origen: la magistral conferencia que pronunció en el congreso de filosofía celebrado en Granada en 1995. Añádase la monografía ¿Qué es la ciencia?, y el lector estará en condiciones de abordar las obras mayores.

El viejo filósofo lo recuerda a menudo: la madre de Sócrates fue partera, así que la fundación que lleva su nombre ocupa en Oviedo una antigua maternidad. El viejo filósofo ya ha cumplido los 80 años y se llama Gustavo Bueno. Si no quiere perder el tiempo con el discurso parasitario que domina nuestra época y del que abominaba George Steiner, léalo cuanto antes.

Poética de la tontería (1)

“Quienes aman Nueva York se odian un poco a sí mismos.”

Ray Loriga en City University of New York, según El Mundo (8.05.2005)

06 mayo 2005

Preguntas tóxicas (1)

¿Cuándo aprenderá Javier Cercas a mostrar y no sólo a narrar?

"(...) Gracias a un conocido que le franqueó la entrada a la embajada norteamericana en Saigón telefoneó por vez primera a sus padres y les comunicó que no iba a volver a casa. Había resuelto reengancharse en el ejército. Tal vez porque comprendieron de inmediato que la decisión era irrevocable, los padres de Rodney ni siquiera trataron de que la reconsiderara, sino sólo de entenderla. No lo consiguieron. Sin embargo, después de una conversación tan larga como entrecortada de súplicas y de sollozos, acabaron aferrándose a la precaria esperanza de que su hijo no había perdido la razón, sino que simplemente la guerra lo había convertido en otro, ya no era el mismo muchacho que ellos habían engendrado y criado y por eso ya no podía imaginarse a sí mismo de vuelta en casa como si nada hubiera ocurrido, porque la sola perspectiva de reintegrarse a su vida de estudiante (prolongándola en un doctorado, como en un principio había previsto) o la de buscar un trabajo en una escuela secundaria o, más aún, la de recuperar durante una larga temporada de reposo la placidez provinciana de Rantoul, ahora le parecía ridícula o imposible, y lo abrumaba con un pánico que no alcanzaban a entender."

La velocidad de la luz, páginas 123-124.

05 mayo 2005

Libros de viajes

Las Apuntaciones sueltas de Inglaterra constituyen una obra maestra de los libros de viajes. Las escribió en el siglo XVIII un ilustrado tímido y putañero que amaba el teatro y el chocolate caliente.

Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) estuvo en Inglaterra entre septiembre de 1792 y agosto de 1793. Se instaló en Londres, viajó a Southampton, Greenwich y Richmond, y tomó notas de cuanto vio y leyó para construir una crónica magistral de la vida inglesa de aquel tiempo. Probó así el extraño diagnóstico que treinta años antes había hecho Rousseau en el Emilio: los españoles son los únicos europeos que sacan observaciones útiles de los viajes, pues estudian en silencio “el gobierno, las costumbres y la policía” del país que visitan.

A Moratín le interesa todo. Tanto los enormes pies de las inglesas como los banquetes públicos de partidarios y detractores del Gobierno; las borracheras nocturnas del Príncipe de Gales y la libertad de religión; las trampas de los adúlteros y el comercio marítimo; el sistema de caridad pública y los encontronazos en la calle, porque “los ingleses van deprisa, sabiendo que la línea recta es la más corta”. Lo cuenta con claridad y elegancia y, como el buen corresponsal, mezcla la noticia, el reportaje y el análisis.

Examina Inglaterra con la distancia del viajero ilustrado y con España al fondo, pero no le asombra casi nada. Cuando ocurre, echa mano de la ironía. Tras ver pasear a obispos anglicanos acompañados de mujer y tres o cuatro hijos comenta: “No es la impotencia el defecto de los ministros del Señor”. Lo mismo sucede al advertir la obsesión por el dinero que atrapa a los ingleses y que llega hasta la tumba: “Los muertos que no tienen dinero, o gustan de hacer ejercicio, no van en coche, sino a caballo”.

Moratín crea vida allí donde muchos sólo habrían descrito tópicos. Como cuando detalla los veintiún trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan para servir el té a dos convidados en cualquier casa decente, y que comienzan con “una chimenea con lumbre” y terminan con “otra bandeja más pequeña, donde se ponen las tazas con té, las rebanadas de pan y el azúcar para servicio a los concurrentes”.

Había llegado a Inglaterra gracias a la ayuda económica que le otorgó graciosamente Godoy. Una nueva canonjía del favorito le permitirá trasladarse poco después a Italia, donde vivirá tres años y de donde saldrá con otra obra maestra de los libros de viajes y de la prosa en español, el Viaje a Italia.

Rousseau había escrito en el Emilio: tantos libros de viajes “nos hacen olvidar el libro del mundo”. Era arbitrario e injusto, como siempre.

03 mayo 2005

Genios, bufones, egocéntricos y arribistas

Hace tiempo que todo el mundo ha olvidado a la novelista, poeta y periodista Claire Goll (Nuremberg, 1891 – París, 1977). Sin embargo, durante los años 20 y 30 del pasado siglo ella y su marido, el poeta y dramaturgo Yvan Goll, formaron una de las parejas más célebres de las vanguardias europeas. Estuvieron en Zúrich en los orígenes del dadaísmo, y participaron de forma activa en el expresionismo y en el surrealismo. A los 85 años, Claire Goll publicó sus memorias, A la caza del viento, libre de ilusiones y con la mirada fría: “He conocido a grandes hombres, genios incluso [...]. El rasgo dominante en la mayoría de ellos era el fanatismo helado y la cerrazón”. Se llamaban Joyce, Malraux, Henry Miller, Chagall, Rilke...

Goll era sobrina de Max Scheler e hija de uno de los múltiples amantes de su madre, una judía alemana a la que odió toda su vida y a la que de niña intentó envenenar con matarratas. Había sido también una pelirroja de extraordinaria belleza que llevó una bulliciosa vida sentimental, pero que tuvo su primer orgasmo –confiesa- a los 76 años con un joven de 20 que además la maltrataba.

Su amigo George Grosz decía: “Mis dibujos son el resultado de mi odio”. Así dictó Claire Goll las memorias, porque no quería confundir valor literario con valor humano y porque “los artistas, a medida que alcanzan la gloria, pierden toda piedad y toda generosidad”. El políglota y egocéntrico Joyce era una momia disecada a la que sólo le importaba escribir y que explotaba a los dos secretarios -el propio Yvan y Samuel Beckett-, mientras la desgreñada Nora, su esposa, explicaba en la cocina: “Pobre James, nunca ha entendido a las mujeres”.

Henry Miller era un bufón siniestro, cínico y arribista, dispuesto a cualquier cosa para triunfar. Igual que Malraux, sólo que este no sabía en qué. Breton, consciente de sus limitaciones, había sustituido la elaboración de su obra por el control del trabajo ajeno. Y el riquísimo, tacaño y vanidoso Chagall se preguntaba tras perder a su mujer: “¿Qué dirá la historia del arte al contar que Virginia abandonó a Chagall por un fotógrafo?”.

Ni siquiera Rilke se salva. Fueron amantes en Múnich al terminar la primera guerra mundial, aunque hacía tiempo que ella estaba emparejada con Yvan. Rilke, cuenta Claire, era un esteta que sólo perdía la compostura cuando día tras día la página seguía en blanco. Era también tierno y frágil, pero estaba siempre pendiente de esculpir su propia estatua para la eternidad: “Arrodillado ante mí, seguía con un ojo puesto en sí mismo”.

Como buena actriz de reparto fracasada, Goll es una antimitómana que despedaza a las estrellas, pero que también hace agudas observaciones sobre los intelectuales -“creían desfilar para la eternidad, cuando su papel sólo concernía a la actualidad”- y sobre las vanguardias, víctimas del egocentrismo y de la ingenuidad.

En su vida hay un episodio tenebroso que contribuirá a desacreditarla de forma irrevocable: tras la muerte de Yvan en 1950, acusará a Paul Celan de haberlo plagiado. El escándalo duró más de diez años, y las crisis nerviosas que provocó en el poeta de origen rumano fueron para algunos la causa de que se tirara al Sena. Cuando Goll dicta las memorias ha pasado mucho tiempo de aquellas acusaciones infundadas y despacha el asunto con cinco palabras, pero no perdona y añade un nuevo cargo: Celan intentó violarla.

Los Goll se exiliaron en Nueva York al comenzar la segunda guerra mundial. Allí Claire observará cómo los artistas americanos se dan cuenta de que deben abandonar el mito del genio individual y organizar redes clientelares al modo de los europeos, porque el éxito intelectual –concluye- es consecuencia de un movimiento cultural que arrastra una cohorte de artistas sostenidos por editores, lectores, coleccionistas, marchantes, amistades y museos.

Cuando se fueron a Nueva York, los Goll eran una pareja célebre. Cuando regresaron a París en 1947, eran “dulces fantasmas de antes de la guerra”. La aventura había terminado, pero pasarán casi treinta años hasta ponerlo por escrito en este libro apasionante, cruel e implacable.

Ferlosio en Alcalá

La gente había entrado ya en el aula magna de la Universidad de Alcalá, a la espera de que llegaran los Reyes. El galardonado con el Premio Cervantes 2005, Rafael Sánchez Ferlosio, se apoyó en una de las columnas del Patio Trilingüe y se deslizó lentamente hasta acabar en cuclillas, exhausto por la tensión y por la hora que llevaba a la puerta del aula magna. Fue el único momento de debilidad que se permitió, pero supo hacerlo sólo a la vista de su familia y de algunos funcionarios del Ministerio de Cultura.

Ferlosio vestía de frac, y el cuello de la camisa era tan holgado que podía introducir cómodamente en él el mentón. Casi al principio de su discurso, citó a Walter Benjamin, y eso fue lo único que se le entendió: "Quien tiene carácter no tiene destino", dijo más o menos. Después divagó durante 40 minutos mientras los asistentes miraban la cara de sopor del Rey y la de atención perdida de Zapatero. Hubo también sonrisas cómplices entre amigos y estupor entre los periodistas encargados de seguir el acto. Al final, alguien se atrevió a comentar: "Este tipo sigue empeñado en que no le entendamos nada para demostrar lo inteligente que es". En fin, quiero decir que alguien tuvo que pensarlo, pero que nadie se arriesgó a decirlo en voz alta. Quienes después leyeron el discurso llegaron a parecida conclusión: "No está mal, pero se habría podido contar en 15 minutos y de forma mucho más clara", parece que dijo alguien en su casa.

Hubo otros muchos comentarios que tampoco se hicieron en voz alta. La policía detuvo durante unos minutos a un periodista por despreciar los controles de seguridad de la Zarzuela: "La ley sirve incluso para los periodistas de El País", debió de decir alguien, aunque no se le oyó a nadie.